La hoguera francesa
La explosión de violencia que noche tras noche sacude a París, a sus barrios y a los de las ciudades francesas en cierto modo quiebra el sueño europeo. O al menos lo cuestiona muy seriamente. Nuestra costumbre era observar -y analizar, y comentar- los estallidos sociales en otras latitudes, en América Latina, en lejanos países africanos o en las lagunas sociales de la antigua URSS o de naciones asiáticas deprimidas. Ni siquiera nos hubieran extrañado similares convulsiones en la Europa del Este, ni en las ciudades de Estados Unidos, en Los Ángeles, Nueva Orleans, Washington, Florida o el Sur profundo. Los esquemas europeos, siempre comprensivos de realidades lejanas, cuentan con estructuras interpretativas que versan sobre las injusticias neoliberales, las profundas distancias sociales y/o los racismos que laceran estos países lejanos. En nuestros esquemas eurocentristas, quedan situados en los confines de la civilización, incluso si de Norteamérica se trata.
Por eso, lo que sucede estos días, estas noches, arrumba toda una imagen de Europa con capacidad de integrar culturas y de acoger y de dar cobijo razonable -con posibilidades de prosperar- a los recién llegados, a sus descendientes y, en general, a todos los ciudadanos. Se resquebraja esa visión de Europa que supera lo que es en sí la construcción de una unidad político-económica y la enlaza, en esencia, con valores democráticos transcendentes y la promesa del bienestar material. Queda cuestionada una idea colectiva fundamental, según la cual Europa es algo más que una unión política, y se equipara a una especie de conciencia global democrática, que propone un futuro más allá de límites territoriales, de desmanes estatales, y que se ofrece de forma universal para todos, sea cual sea su procedencia y clase social.
Era (¿es?) la visión tranquilizadora. Nos permitía creer en la generalización de la calidad de vida, versar sobre la multiculturalidad, la integración, el desarrollo sostenible, sobre la universalización (europea) de los derechos humanos. Como si el afán retórico encarnase una realidad. Esto permitía mirar por encima del hombro las crisis ocurridas en otros lares, comprenderlas, dar algún consejo, ofrecer solidaridad... contraponiéndolos a nuestro buen hacer.
Es lo que ha caído estos días, en el sitio donde era inimaginable. No entre quienes llaman a la puerta de Europa, ni entre los recién llegados, ni en la periferia de la Unión, sino en su corazón, en los alrededores de París, que cuando se resfría (aseguraba el dicho) enferma el continente.
Lo extraño es que el diagnóstico sobre las causas de esta convulsión existía ya, estaba hecho. No sólo los observadores y los intelectuales, incluso los políticos -Chirac al frente- venían hablando desde hace años de la gravedad de la fractura social que se estaba ensanchando en Francia; de cómo la prosperidad de la Europa de las clases medias coexistía con crecientes cotas de pobreza, paro y marginación en las periferias de las ciudades. Intelectuales y políticos advertían que la integración cultural presentaba sus fallas y que, al margen de la selección francesa de fútbol multiétnica, se ahondaban las distancias económicas y crecía la frustración de los desheredados del sistema, de los hijos y de los nietos de los desheredados.
Proliferan estos días las comparaciones con Mayo del 68. No tiene nada que ver. Ni, al parecer, hay movimientos organizados, ni revueltas de estudiantes, ni programas reivindicativos, sino una explosión violenta y generalizada, casi una insurrección de las capas de marginados. Así que el acontecimiento reviste particular gravedad e intensidad social y política.
Esta historia permite mucho juego dialéctico y conclusiones llenas de moralina, condenatorias del sistema, denigratorias para nuestros políticos o comparaciones con nuestra ridícula kale borroka. Pero aquí no vale el recurso fácil a la moraleja. Sí la perplejidad, porque, si estaba diagnosticado el mal y advertidas sus consecuencias lógicas, nada se hiciera por aliviarlo ni por atenuar la fractura urbana. A no ser que los europeos nos hayamos convertidos en lúcidos analistas e inútiles ejecutores de las conclusiones de los análisis y del sentido común.
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