¿Adónde va el Partido Popular?
LLEVAMOS AÑO Y MEDIO de ruido y furia y nada permite pensar que vayamos a entrar en un periodo de debate y razón. En este sentido, el cambio generacional al que tanto se alude para explicar el ciclo de reforma de estatutos en el que andamos metidos no indica que hayamos avanzado nada en cultura cívica desde la transición. Entonces fue posible un entendimiento entre fuerzas políticas del que se derivó el fin de las grandes hipotecas que pesaban como un lastre sobre el Estado español; ahora, la quiebra de diálogo sobre cuestiones que afectan a la arquitectura del Estado entre los dos grandes partidos de ámbito estatal, a la que asistimos con cierta sensación de fatalidad, es algo que a la nueva generación le trae, al parecer, sin cuidado.
Es comprensible que los derrotados en las últimas elecciones no sintieran la situación creada tras su derrota como una coyuntura favorable, sino más bien como ventana cerrada a la negociación de cuestiones en las que necesariamente no podían asumir la dirección. Se quedaron como pasmados, referidos sólo a sí mismos, cortados de cualquier posibilidad de alianza con ninguna fuerza política, condenados al aislamiento. Creyeron que esa soledad política podía remediarse con campañas mediáticas y la movilización de instituciones y asociaciones contrarias al Gobierno. Así hemos visto por vez primera a obispos como agitadores callejeros y a asociaciones de víctimas del terrorismo dictando líneas de acción política. Hemos visto también, y padecido, a la emisora de la Conferencia Episcopal superándose a sí misma en una indecente producción y emisión de injurias, odio y desprecio al adversario político: un caso, ahora sí, único en el mundo.
Todo esto constituía un mal precedente para el debate sobre la admisión a trámite del proyecto de Estatuto de autonomía aprobado por el Parlamento catalán. Hasta ahora, sobre las cuestiones relacionadas con los estatutos, ha podido ser difícil pero nunca ha sido imposible la negociación y el acuerdo entre los partidos socialista y popular. Eso se ha terminado: la oposición se cierra en su negativa, no ya a negociar con el Gobierno sino a tomar en cuenta lo que llega legítimamente al Congreso desde Cataluña. Ya se comprende el estropicio que esta actitud de los representantes políticos de diez millones de españoles puede causar en lo que sigue siendo un proyecto abierto de construcción del Estado español. Rajoy, que es sin duda un hábil orador y un bien dotado polemista, ha perdido una ocasión de oro para marcar una posición que permitiera a su partido participar de manera activa y positiva en el debate que se avecina.
Tal como han quedado las cosas, las reformas que se introduzcan en el proyecto no podrán ser resultado de un acuerdo entre los dos grandes partidos de ámbito estatal: serán las que acuerde el partido del Gobierno con sus socios, o, simplemente, no serán. Lo cual quiere decir que todo lo que se reforme del prolijo e indigesto proyecto lo será con la anuencia de los nacionalistas catalanes. ¿A cambio de qué? Esa será la pregunta que vamos a oír machaconamente repetida en los próximos meses, hasta que esta historia llegue a término. ¿A cambio de qué accederán los nacionalistas, que en Cataluña gobiernan y, a la vez, están en la oposición, a introducir cambios en lo que ha sido aprobado por todos ellos con entusiasta unanimidad? Porque una cosa es clara: por complacer al presidente del Gobierno no va a ser.
Ahí es donde el Partido Popular espera hacerse fuerte en las próximas semanas: en la airada denuncia de que los socialistas venden España para mantenerse en el poder. El PP intentará sacar provecho de la debilidad con la que el Gobierno aborda la segunda fase del debate sobre el Estatuto, sin mayoría para imponer a sus socios las reformas que considere necesarias. En esto consistirá la estrategia de erosión: por cada pacto con los nacionalistas catalanes en alguno de los aspectos que el PP considere fundamentales, se levantará una tormenta mediática que alimentará fatalmente el lenguaje del odio y del desprecio. Es posible que con esta estrategia arañe votos suficientes como para creer que tiene al alcance de la mano la vuelta al poder. Sí, es posible; pero lo seguro es que, al terminar el proceso, quedarán odios bien afincados y un crecido rechazo a la convivencia. Habrán ganado, pero el fruto de su victoria será el destrozo de aquello que pretendían preservar, lo que llaman unidad de España. Porque si llegáramos a odiarnos y a despreciarnos tanto como sus voceros pregonan, ¿cómo y para qué vamos a seguir juntos?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.