Un Janácek a descubrir
Han pasado ya 13 años desde que la producción original de Klaus Michael Grüber y Eduardo Arroyo para Desde la casa de los muertos se estrenase en la Grossesfestspielhaus de Salzburgo. Eran tiempos de cambio, entonces, en el festival veraniego de la ciudad de Mozart. Gérard Mortier debutaba con este espectáculo como director artístico del Festival. Había elegido la última ópera de Janácek, a partir de un relato de Dostoievski, como su tarjeta de presentación. En su primera temporada al frente de la Ópera Nacional de París, Mortier volvió a contar con esta ópera y con el mismo montaje. Unos toquecitos aquí y allá sirvieron de excusa para hablar de nueva producción. Al proyecto se adhirió con entusiasmo el Teatro Real, donde ayer se presentó con un reparto prácticamente idéntico al de París. La representación ha sido francamente satisfactoria y el público así lo ha refrendado. El pintor Eduardo Arroyo, en su debú escenográfico en el Real, ha sido profeta en su tierra.
Desde la casa de los muertos
De Leos Janácek. Director musical: Marc Albrecht. Director de escena: Klaus Michael Grüber. Escenografía: Eduardo Arroyo. Con José van Dam, Gaële Le Roi, Hubert Delamboye, Bojidar Nikolov, Ludek Vele, Jiri Sulzenko, Miroslav Svejda, Jerry Hadley, David Bizic, Francisco Pardo, Álvaro Lozano, Yuri Tkachenko, Mario Villoria, Álvaro Vallejo, Alicia García, Sergei Stilmachenko, Alexander Kravetz, Jeffrey Francis, Johan Reuter, Tomás Juhás, Miguel Borrallo y Axier Sánchez. Coro y Orquesta Sinfónica de Madrid. Teatro Real. Madrid, 30 de octubre.
Es Desde la casa de los muertos una ópera de protagonista colectivo, un grupo de prisioneros deportados en Siberia. Ni siquiera el personaje de Alexander Petrovich, encarnado por el histórico José van Dam, tiene un relieve vocal e interpretativo superior al de sus compañeros de infortunio. Por ello, la primera exigencia que reclama esta ópera es la homogeneidad. La hubo, desde luego, pero entre todos los prisioneros que cuentan sus trágicas historias hay que destacar la intervención sensacional de Johan Reuter en el papel de Siskov. Por su actuación en el tercer acto ya vale la pena la noche.
Orquesta vibrante
La Sinfónica de Madrid responde de forma vibrante a las órdenes de un efusivo y hasta fogoso Marc Albrecht, que alcanzó sus momentos más poéticos en el último acto, cuando prescinde de la necesidad de brillantez y se centra en el matiz, o, dicho de otra manera, cuando reduce la efervescencia y el volumen a beneficio del lirismo. Con todo fue una buena -y en momentos magnífica- prestación orquestal, aunque con limitada capacidad emocional.
La pareja Grüber-Arroyo es familiar en los primeros teatros de ópera de Europa. Se reparten con criterio los papeles. El alemán se ocupa de la dirección de los personajes, o sea, de todo lo que atañe al factor humano, y el español de crear atmósferas en cierto modo pictóricas para que la acción vuele en el terreno de las sugerencias. Los dos consiguen en esta ópera sobradamente sus propósitos. En concreto, Arroyo se apoya en la fuerza de un gigantesco árbol sin hojas, en las calaveras teatrales, en el amarillo como color evocador y en la luz gris neutra de fondo para evitar cualquier tipo de tentación contemplativa. El resultado artístico de todo ello entra en los cánones de la belleza "clásica" de nuestros días. Quiero decir que no hay reinterpretaciones ni lecturas diferentes a las que se derivan del tremendo texto. Los personajes tienen además "aire" para expresarse. Se aceptan los hechos con cierto escepticismo y siempre se festeja, aunque sin alharacas, la libertad, en su doble vertiente de concepto y realidad. Las "explicaciones" sólo son posibles desde la música, las palabras y las imágenes. El resto, es secundario o sobra.
El público de Madrid se mostró apaciguado, después de los tumultos de Don Giovanni, y reaccionó con reconocimiento a la obra maestra que había contemplado, aunque sin delirios de entusiasmo. La deseada normalización se ha vuelto a instalar en el Real. Que dure.
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