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Columna
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Magosto

Noviembre es el mes de los muertos y de la castañeras. La lluvia empieza a caer oblicua y persistente como en los cuentos de Dickens. Viejos caserones victorianos hundidos en la niebla de Londres, bobies con silbato y capelina y trenes con olor a carbón que era también el olor de Santiago cuando las castañeras instalaban sus hornillos en la Rua Nova y nosotros caminábamos bajo los soportales llevando en la mano un cucurucho de papel de estraza. Más o menos por Todos los Santos las perdices de los Pirineos cambian su plumaje y adquieren un color completamente blanco para camuflarse en la nieve. Aunque cada vez hay menos nieve y las perdices blancas acaban convirtiéndose en una diana perfecta para los depredadores, por eso están en peligro de extinción igual que las castañeras y las novelas tristes.

Por estos días de difuntos mucha gente va a los cementerios a poner flores en las tumbas, sin darse cuenta de que los muertos rara vez permanecen donde se les entierra. Hay un libro de John Berger en el que relata un reencuentro que tuvo con su madre, cuando ésta ya llevaba años muerta. La historia ocurre en Lisboa delante de un cuadro. En un momento dado, ella lo toma del brazo con toda naturalidad y los dos se ponen a conversar tranquilamente mientras pasean por las calles de la Alfama. Así comienza un libro en el que el escritor cuenta sus encuentros con diferentes personas fallecidas que fueron importantes en su vida. Una de las ideas que flota en el relato es el convencimiento de que el recuerdo de los muertos no tiene por qué estar marcado por la gravedad porque a veces lo más íntimo va envuelto en el aire de todos los días. Así la música que acompaña su memoria no ha de sonar necesariamente como la quinta sinfonía de Mahler, sino que puede ser una canción de Tom Waits tarareada a media voz en el coche.

Hay muertos a los que incluso se puede recordar a través de una humilde receta de cocina. Cada vez que en cualquier casa alguien prepara un dulce, el fantasma de alguna abuela sale de la despensa y comienza a revolotear por la cocina convertido en un aroma muy dulce a vainilla y limón. Otros muertos son más callados porque el tiempo todavía no ha conseguido cerrar su herida y uno va adentrándose en el recuerdo como a través de la grieta de un muro. Por esa rendija voy yo a veces con mi hermano en bicicleta, los dos con nuestras edades de ahora. Oscurece y pedaleamos a toda prisa como si quisiéramos llegar a tiempo a alguna parte, respiramos el aire de ese instante con dificultad como los peces de colores que de niños íbamos a ver al estanque de la plaza de la Estrella. "Pobres amantes", escribió Cortazar, "aquellos que no son capaces de meterse en una fuente para traerte un pescadito rojo por temor a gendarmes y niñeras". Cortázar yace en el cementerio de Montparnasse bajo una lápida con una nubecita risueña ante la que van a besarse algunos enamorados. A otros muertos se les recuerda con miles de pájaros por encima de los cables de la luz como en aquella novela de Vázquez Montalbán que transcurría en Bangkok y otras ausencias tienen el sonido de las palabras que ya han dejado de escribirse como las de Haro Tecglen que ya no leeremos en el periódico junto al café de cada mañana. Mientras tanto afuera siguen arreciando los huracanes, pero aquí, en los muelles del alma, alguien ha decidido preparar una merienda con castañas asadas y vino tinto y sillas plegables en medio de un pequeño pinar rodeado de los ocres y amarillos del otoño.

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