Caricias
Decir que el oyente recibió caricias mientras Brendel estuvo tocando es quedarse corto. Pero es que el propio idioma parece no bastar para describir ciertos milagros de la expresión artística. Sólo quienes están presentes en el momento de la creación (y la interpretación es también una manera de crear), pueden comprender. El domingo sucedió uno de esos milagros.
Con Brendel las obras estaban como ligadas entre sí, y también con el instrumento, el intérprete y el público. Se pasaba de Mozart a Schumann o de Schubert a Haydn como si las diferencias entre ellos fueran meramente accidentales, como si toda la música saliera de una misma fuente esencial, cálida, acariciante, interpersonal, intemporal -a pesar de la gran fidelidad con que se seguían las partituras-, se adentrase después en el pianista, cuya separación con el instrumento se hacía también imperceptible: los dedos no acababan en las teclas, sino en las cuerdas que, dentro, reciben al macillo, fuese llevada con mimo y delicadeza, para que no se rompiera la magia del momento, a los oídos y a la mente del público, en donde, ilusos e ilusionados, nos parecía que estaba naciendo y emprendiera el camino de vuelta hacia la partitura. Esa maravillosa interconexión sucede de verdad, aunque, ciertamente, en muy pocas ocasiones. El domingo fue una de ellas.
Inicio de la temporada de abono
Alfred Brendel, piano. Obras de Mozart, Schumann, Schubert y Haydn. Palau de la Música. Valencia, 16 de Octubre de 2005
¿Qué importancia tiene, después de eso, alabar la infinita gama dinámica que Brendel recorre desde el mezzo-piano al pianissimo, insistir en que los acordes eran perfectos y realmente simultáneos, que el sonido resultaba perladísimo, que la mano izquierda cantaba igual de bien que la derecha, que la polifonía siempre aparecía claramente, con el perfume propio de cada autor aunque abriéndose a la síntesis, que los silencios se escuchaban expresivos pero sin romper el autocontrol clásico con que el piano envolvió toda la música, incluso esas extrañas divagaciones de Schumann en la Kreisleriana (¡qué palpables resultaron!) o la exquisitez romántica de Schubert? Todo ello es bagaje necesario para un pianista, naturalmente, pero queda reducido a cuestión menor cuando se ha conseguido fundir al oyente con la obra, a las obras entre sí, a éstas con el intérprete, al intérprete con su instrumento, y al instrumento con el oyente.
¿Cómo puede casar tan extraordinariamente bien el Schubert del Momento musical nº 6 con el Haydn de la Sonata en do mayor? Es como si a este último lo hubieran puesto a pasear por los vericuetos del XIX -y a nosotros con él- pero, eso sí, sin quitarle nada de lo que llevaba en las maletas. Los oyentes, del siglo XXI, traíamos también nuestro propio y pequeño bagaje, y repartíamos el peso con el sabio y ya anciano Brendel, con su magnífico instrumento y hasta con el mismísimo Mozart.
La verdad es que se pone la carne de gallina sólo de pensarlo.
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