'Lolita' a los cincuenta
Lolita cumple cincuenta años y su protagonista, Dolores Haze, sería ya septuagenaria, desde el 1 de enero de 2005, de no haberse extinguido prematuramente en Gray Star, Alaska, al dar a luz a una niña muerta el día de Navidad de 1952. Vladímir Nabokov dijo que no creía en el tiempo y, paradójicamente, se calificaba de "cronófobo". Su novela Lolita es a la vez el intento de recobrar el pasado y una carrera contra relojes y calendarios: la vida de la nymphete o nínfula es muy breve; pero el arte es más largo y su padrastro el posesivo y poseso Humbert Humbert se conformará con intentar inmortalizarla -confinarla sin fin- en "el refugio del arte". En realidad por las obras como Lolita no pasan los años, sólo las sucesivas generaciones de sus lectores.
La novela de Nabokov es una interminable partida -y duelo- de dobles en una galería de espejos
Los bibliógrafos y estudiosos de Nabokov sitúan la primera aparición de Lolita en septiembre de 1955 en París, aunque fue impresa el mes anterior en la vecina Montreuil, como indica el colofón de esa edición de la parisiense Olympia Press. Como otro ilustre antecesor de lengua inglesa editado por primera vez en París, el Ulises de Joyce, que Nabokov quiso traducir al ruso en 1933, Lolita iba a ser censurada, tachada de pornográfica y armar un escándalo que acabaría por llegar a Estados Unidos, donde por fin se atrevieron a publicarla, en julio de 1958. Fue un best seller fulgurante y a partir de ahí mucho ruido y muchas nueces en incontables ediciones en todo el mundo.
Nabokov se adelanta enmascarado y acecha en el liminar con el que el docto John Ray trata de iluminar a los lectores de la novela, para precaverlos de sus peligros y acechanzas. Ese prefacio clínico que presenta la facies cínica y la máscara paródica de Nabokov estuvo a punto de desaparecer de una reciente edición inglesa de Lolita, en la que su emprendedor editor quiso sustituir las páginas del oscuro doctor en filosofía John Ray por una introducción del conocido novelista Martin Amis.
Lolita no es una novela muy extensa y sólo una vez, en la primera edición, se publicaron sus dos partes en dos volúmenes. Sin pretenderlo, esos dos volúmenes vienen a subrayar físicamente la esencial dualidad de la novela, que es una interminable partida -y duelo- de dobles en una galería de espejos. Lolita y su precursora muerta Annabel Leigh; Annabel Leigh y su eco de ultratumba Annabel Lee; Charlotte y Valeria, las dos esposas muertas de Humbert Humbert; la madre de Lolita y la de H. H., muertas ambas en accidente (ésta última fulminada, y nunca hubo muerte más rápida: "picnic, rayo"); H. H. y su rival y reflejo el dramaturgo y pornógrafo Clare Quilty; la amante, colaboradora y futura biógrafa de Quilty la autora Vivian Darkbloom y su anagrama Vladímir Nabokov; John Ray el suave prologuista y su negativo epiloguista Nabokov...
Como en la conocida imagen que juega con la ilusión alternativa del jarrón blanco o las siluetas negras de dos cabezas enfrentadas, la dualidad de Lolita suele inducir a lecturas unilaterales, a optar por una parte en detrimento de otra, a fijarse en el fondo y a desdeñar la forma o viceversa, a ver la trama sexual y no la textual o a la inversa, a apreciar la historia de amor y no su parodia, a escoger en suma o en resta sólo su lado trágico o el cómico, sin tener en cuenta que es una tragicomedia en la que los dos polos se alternan constantemente y a veces hasta se confunden en el espacio de una línea.
La hostilidad proverbial de Nabokov hacia Freud y sus escuelas o secuelas no ha disuadido a los miembros de "la delegación vienesa", como la denominaba, cada vez más numerosa, a visitar la obra del intratable autor para tenderlo en el lecho de Procusto o diván terrible de las amputaciones/imputaciones.
Lolita, con su hilo rojo de incesto y paidofilia, era ideal para devanear en tal diván, y llevaría indefectiblemente al centro del laberinto de su tortuoso autor. Ahora el secreto y esqueleto de familia escondido es el del llamado tío Ruka, hermano de la madre de Nabokov, que abusó de su sobrino favorito y lo esclavizó sexualmente desde los nueve a los catorce años. Y Lolita vendría a ser así una transposición de las experiencias del pequeño Vladímir. Otros sabuesos van a otros huesos, los de Sergéi, el hermano homosexual, un año menor que Vladímir, que murió en un campo de concentración nazi en 1945. El doble silenciado que ronda como un fantasma por la obra de su hermano homófobo. ¿Hay sinsentidos consentidos?, para parafrasear al luminoso doctor John Ray, Jr.
Al escritor Nabokov -no a su sombra el hombre- ya sólo le quedan, como a su personaje H. H., palabras para jugar.
Al principio era el verbo y Lolita empieza por ser una palabra que su amante y creador (pues ya sabe que Lolita es una creación suya) paladea, más que pronuncia. En realidad el astuto lingüista Nabokov lo primero que se lleva a los labios, por boca de H. H., y tiene en la punta de la lengua, es el nombre de las ninfas de sus ojos: "Lo-lee-ta", como apunta el famoso incipit, donde se incluye en el nombre de la amada la perdida Annabel -Lee y su eco Leigh- del paraíso perdido de la infancia.
¿Tuvo Lolita una precursora?, nos asalta la pregunta desde el tercer párrafo de la novela. Hace poco más de un año el escándalo volvió a rodear a Lolita con la supuesta revelación de un crítico alemán de que Nabokov podría haberse inspirado en un cuento titulado también Lolita de un olvidado autor alemán, y periodista al servicio de los nazis, que firmaba con el seudónimo de Heinrich von Lichberg. Tras la lectura de ese cuento, de 1916, no creo que haya quien se decante por la imitación, voluntaria o involuntaria, de Nabokov. Lolita, por otra parte, es muchas Lolitas y hasta parece que creó o previó a su precursora alemana: "Lottelita, Lolitchen", como exclama H. H. buscando en la madre a su hija.
(Y a propósito de hijas o hijuelas... También a Nabokov le tocó su Avellaneda, también de estirpe frutal, una autora italiana de nombre Pia Pera, que en 1995 publicó un Diario de Lo o logorrea supuestamente feminista a la que el escritor ruso no hubiera podido dedicar las palabras de aprecio con que recibió el Quijote apócrifo. Mejor dejar esa agria perorata para volver a disfrutar de la manzana de Adán o de Edén que muerde Lolita).
Puestos a buscar antecedentes, Valéry Larbaud, fino conocedor de colegialas y de gamines, hubiera podido brindarle una amplia gama. Hay un precioso elogio de los nombres de mujer españoles, publicado en 1927, en el que el autor de Fermina Márquez y de Enfantines describe las metamorfosis de Lola ("Lolita es una niña; Lola está en edad de casarse; Dolores tiene treinta años; doña Dolores tiene sesenta años... Un día, inspirado por el amor, murmuraré: Lola. Y la noche de bodas, tendré a Lolita en mis brazos") y prefigura el célebre comienzo de Lolita: "Era Lola en pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores sobre la línea de puntos. Pero en mis brazos era siempre Lolita".
Las afinidades pueden estirarse y afinarse pero al fin lo que transluce en Lolita, como en filigrana, es el ingenio y figura de don Quijote, ese obseso errante que Nabokov trataba -no siempre bien- en su curso de Harvard, en la época en que también iba escribiendo con ironía cervantina las desventuras de su loco de amor a través de Estados Unidos. Lolita, hija del Quijote, y de la pasión por las mariposas de un cazador encantado, que le llevaría a descubrir los mismos caminos y moteles donde transcurre el tiempo recobrado de su novela.
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