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Columna
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Servicios cívicos

Fueron los recaudadores de impuestos quienes encontraron el cadáver. En cuatro años nadie se interesó por la mujer más que los funcionarios que debían cobrar unas tasas municipales. La muerta estaba en deuda con el fisco y el fisco la buscó, como si fuera el hombre del frac o Sam Spade, con eficacia y tenacidad indoblegable hasta que se comprobó que el derecho de los muertos a callar es irreversible. La muerte es la venganza suprema del pagador de impuestos contemporáneo.

La historia es real, se ha conocido esta semana. Ha sucedido aquí mismo, a casa nostra, en Sant Feliu de Llobregat. La muerta no debía ser alguien con gran fortuna, que, en ese caso, hubiera estado rodeada de herederos dispuestos a asumir las deudas en un verosímil acto de solidaridad interesada. Sólo en el improbable caso de existir herederos la hacienda pública estaría de enhorabuena: un moroso menos, misión cumplida; el heredero sólo hereda si paga dos veces, una por heredar y, otra, por las deudas heredadas.

Cabe decir que el funcionario hizo bien su trabajo, sin duda. Puro civismo. Descubrió lo que nadie sabía: aquella persona había dejado de pertenecer al mundo de los vivos cuatro años antes de que hacienda se interesara por ella. Esto es lo que ha revelado la autopsia. El recaudador de impuestos debió quedarse de una pieza: tras lograr abrir judicialmente la puerta, cerrada a cal y canto, atrincherada en el tiempo, se escondía el más hábil de los defraudadores.

¿Cuántos habrían muerto antes de pagar? No parece ser esta la circunstancia de esta mujer. No lo sabemos, pero su deuda, incluso, podía ser banal, intrascendente. Lo que importa es que ni siquiera los muertos más comunes -con ellos no hay vista gorda- se le escapan a la hacienda pública. La sanidad pública, los servicios sociales, también públicos, en cambio, tienen muchas lagunas: la desaparición, el silencio, de un vivo parece equivaler a buena salud y mejor renta. En cualquier caso, un muerto siempre es un problema menos.

¿Ha habido muchos casos como éste? Quizá más de los imaginables. Los vecinos no habían echado de menos a aquella mujer que "se relacionaba poco". ¿Quién se relaciona hoy en esas casas donde entra y sale gente apresurada? ¿Qué hay de extraño en un vecino poco sociable? Al contrario, un vecino tranquilo, silencioso, es una bendición: hola, adiós, buenas tardes, las caras se suceden sin ser apenas entrevistas, el compañero de ascensor es intercambiable, un ser anónimo. Un vecino que no se ve es, sobre todo, alguien que no molesta: con esto basta.

Así que mucha gente, en nuestras ciudades dormitorio, ciudades de aluvión donde tanta gente va y viene con su soledad a cuestas, ciudades de portero automático y cerebro programado, puede no echar de menos a una vecina. Si se tratara de los vecinos tal vez podrían haber pasado muchos más años hasta encontrar el cadáver de esta mujer, acostumbrada, como tantísima gente hoy, a vivir sola.

No tenemos buenas estadísticas sobre estos individuos solitarios que pueblan las ciudades modernas: los hay jóvenes y solteros, adultos en la flor de la edad, divorciados, separados, y hay muchos viejos. Son millones en todas partes, también aquí. Unos tienen un status económico decente, se hacen llamar singles -en inglés, que es lo moderno- y componen un mercado tan boyante que una reciente feria ha reunido, por primera vez, a 10.000 en Barcelona. El Instituto Nacional de Estadística los cifra en 7.390.000 españoles, tres millones más que hace una década: ser single se puede considerar hoy como una ventaja. Es un avance cierto. Al menos ellos estarán preparados para estar solos cuando sean viejos. Ahora, además, pueden tener la seguridad de que hacienda les echará de menos, incluso muchos años después de muertos. Puro civismo.

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