La fascinación del buen cine de Europa
EL PAÍS inicia hoy una nueva colección que ofrecerá 35 películas realizadas en las últimas décadas
La gordita que se refugia en un extraño poblado del desierto de Bagdad Café; el Shakespeare que escribe cartas de amor; el perverso Valmont; el alucinado drogadicto de Trainspotting; los intrépidos desempleados de Full Monty; el decorado pintado en el suelo con tiza de Dogville; la afición contra natura del niño bailarín Billy Elliot; la broma pesada de La cena de los idiotas; el soberbio alegato político de En el nombre del padre; el amor silenciado de Cyrano de Bergerac; los tres colores de Kieslowski; la perseverancia de la chica paquistaní de Quiero ser como Beckham; el sofisticado asesinato de 8 mujeres; el divertido conflicto de Italiano para principiantes; los enredos amorosos de Love actually; las virguerías culinarias de El festín de Babette; las buenas obras de Amelie; los indignados padres de la chica embarazada de Café irlandés; el tierno amor de El marido de la peluquera; las ingeniosas argucias de Good bye, Lenin; el monstruo carnívoro de El pacto de los lobos; las tribulaciones de la joven reina Elizabeth; la imaginería de El cuarto protocolo...
El cine europeo ha tomado conciencia de su identidad propia frente al coloso americano
El cine europeo sigue en alerta tratando de defender su terreno. Muchas veces lo logra con películas espléndidas
El cine italiano no se hizo grande hasta que comenzó a hablar de su propia realidad
Son ejemplos de un cine europeo que ha tomado conciencia de su identidad propia frente al coloso americano. Hay varios síntomas de este resurgir: entre otros, el programa Media, las ayudas a la producción, promoción y exhibición, la batalla actual por reconocer la excepcionalidad cultural del cine y dejar de considerarlo exclusivo producto de mercado... sin olvidar la creación en 1988 de la Academia Europea de Cine y sus premios anuales (en la primera edición, por cierto, fueron galardonadas Mujeres al borde de un ataque de nervios y la actriz Carmen Maura; en la edición de este año -cuya gala se celebrará el próximo 3 de diciembre- están nominados Álex de la Iglesia, Luis Tosar y Mónica Cervera; el premio de honor será para Sean Connery).
El cine europeo parece estar de moda. Baste recordar la reciente Palma de Oro del Festival de Cannes a la película belga L'enfant, de los hermanos Dardenne; la ultimísima Concha de Oro de San Sebastián a la checa Stesti (Algo parecido a la felicidad), de Bohdan Sláma; o el gran premio del festival de Montreal a Off screen, del holandés Pieter Kuijpers.
Cuentan que los hermanos Lumière, inventores del cinematógrafo, creían que el suyo era "un invento sin futuro", una simple atracción de barraca de feria que acabaría cansando a los espectadores. Obvio es decir que se equivocaron. En poco tiempo el cine se propagó como uno de los espectáculos más atractivos, y no sólo en Francia.
En Estados Unidos, Thomas Alva Edison decidió por su cuenta que había sido él el inventor del nuevo prodigio, y se impuso en el mercado por la fuerza. Edison no se andaba con chiquitas. No era tan ingenuo como los documentalistas Lumière ni poseía la imaginación creativa de Georges Méliès, que fue el primero en contar historias con imágenes en movimiento. Pero Edison tenía abogados, sicarios y armas, y no dudó en utilizar tan convincentes poderes para aniquilar a sus competidores. "Quien controle la industria cinematográfica, controlará el medio más potente de influencia sobre el público", decía, y no tuvo remilgos en practicar cualquier fechoría para ser él quien lo gobernara.
Respecto a las películas francesas o inglesas que comenzaban a verse en su país, le bastó con irlas copiando fotograma a fotograma, mejorándolas en ocasiones. Sin embargo, no alcanzó su objetivo de monopolizar el cine: no le fue posible quitar de en medio a todo bicho viviente, otros productores fueron surgiendo.
Años más tarde, con una Europa arrasada tras el desastre de la I Guerra Mundial, estos nuevos productores norteamericanos aprovecharon la ocasión para imponer sus películas en el viejo continente. Los arruinados países no estaban en situación de ofrecer el entretenimiento que el público pedía con avidez. Y luego, cuando poco a poco comenzaron a florecer nuevos talentos en Europa, a Hollywood le bastaba con comprarlos y llevárselos a su terreno.
Fuga de talentos
El nazismo puso su granito de arena provocando una gran fuga de talentos en las ciencias y en las artes. Hubo escritores de peso que se vieron por un tiempo participando en la escritura de guiones para los grandes estudios. Parecidos derroteros siguieron directores, actores y actrices como, por ejemplo, la sueca Greta Garbo o la alemana Marlene Dietrich, pasando por el director inglés Alfred Hitchcock, el húngaro Michael Curtiz, los alemanes Ernst Lubitsch y F. W. Murnau, el vienés Eric von Stroheim, el alsaciano William Wyler... hasta una larga lista de genios que se fueron sumando a la propia del cine de Estados Unidos. De ahí que haya quien opine que su cine clásico fue en realidad obra de europeos.
Más adelante, con la llegada del cine hablado, y antes de que se inventara el doblaje, los productores de Hollywood contrataron a las figuras cinematográficas más populares de cada país para que hicieran sus películas en estudios americanos: desde el argentino Carlos Gardel al francés Maurice Chevalier pasando por las españolas Imperio Argentina o Raquel Meller... Incluso hubo casos de artistas contratados a alto precio que no llegaron a rodar película alguna: a los competidores americanos les bastaba con que no las hicieran en sus países de origen y dejar libre el mercado para las suyas.
Lógico era, pues, que desde Europa se tratara de imitar al cine americano. Ahí están para la memoria los fastuosos decorados de las películas italianas o españolas de los años treinta, la imitación de sus galanes, de sus vestidos... y de sus teléfonos. Comedias de teléfono blanco se apodó en Italia a las películas que de tanto imitar el cine estadounidense incluían elementos inexistentes en la vida real como los teléfonos aludidos.
El cine italiano no se hizo grande hasta que comenzó a hablar de su propia realidad. El neorrealismo surgió como un vendaval lleno de verdad. Ya no se imitaba a Estados Unidos sino que se hablaba de las dificultades propias, de las miserias de la posguerra. Y poco tiempo después, con humor saludable. Puede que la comedia italiana haya marcado el momento álgido del cine europeo.
Otros países comenzaron igualmente a hablar de sí mismos en sus películas. Los británicos, con el llamado free cinema; los franceses, con la nouvelle vague; los españoles, con el nuevo cine español..., rompimientos estéticos, búsqueda de lenguajes diferentes, crónicas de la realidad. Los espectadores que sólo disfrutaban con el lenguaje clásico del buen cine americano encontraban aburridas estas películas europeas. Bergman, Antonioni, Saura... eran reconocidos en festivales, en cineclubes pero no siempre concitaban el interés de la audiencia. En algunos casos aún perdura este distanciamiento.
En cualquier caso, la eclosión del cine europeo no dejó indiferente a Hollywood. Desde 1956 decidió conceder uno de sus Oscar a una película de habla no inglesa. El primero fue para La strada, de Federico Fellini, que repitió premio al año siguiente con Las noches de Cabiria; aún lo obtendría en otras dos oportunidades: Fellini 8 1/2 (1963) y Amarcord (1974), y, salvo en cuatro ocasiones, todos los oscars a la mejor película extranjera han recaído en filmes europeos. Algunos de ellos figuran en esta colección de EL PAÍS: la danesa El festín de Babette (1987), de Gabriel Axel, premiada igualmente en el Festival de Cannes; la italiana Mediterráneo (1990), de Gabriele Salvatore, merecedora igualmente de tres premios David de Donatello; la francesa Indochina (1993), de Regis Wargnier, que también logró varios premios Cesar y el Goya español; la británica Shakespeare enamorado (1998), de John Madden, ganadora asimismo de otras seis estatuillas y con otras tantas nominaciones...
The Full Monty (Peter Cattaneo, 1997) obtuvo el Oscar a la mejor música y tres nominaciones más; Elizabeth, la reina virgen (Shekhar Kapur, 1998) logró siete nominaciones y ganó el Oscar al mejor maquillaje; Cyrano de Bergerac (Jean-Paul Rappeneau, 1990) logró el Oscar al mejor vestuario; Trainspotting (Danny Boyle, 1996), el de mejor guión...
Y fueron nominadas The Commitments (Alan Parker, 1981); Bagdad Café (Percy Adlon, 1987); Billy Elliot (Stephen Daldry, 2000); En el nombre del padre (Jim Sheridan, 1993) con siete nominaciones; Love actually (Richard Curtis, 2003); Valmont (Milos Forman, 1989); El diario de Bridget Jones (Sharon Maguire, 2001); Amelie (Jean-Pierre Jeunet, 2001), con cinco nominaciones; El oso (Jean-Jacques Annaud, 1988); Cuatro bodas y un funeral (Mike Newell, 1994), con dos nominaciones; Rojo (Krzysztof Kieslowski, 1994); El amante (Jean-Jacques Annaud, 1992)...
No significa esto que se haya fumado la pipa de la paz. El cine europeo sigue en alerta tratando de defender su terreno. Muchas veces lo logra con películas espléndidas. Y entonces su público le responde.
Babelia
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