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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Sorpresas en la autovía de Castelldefels

Monika Zgustova

En el aeropuerto de El Prat cojo un taxi para regresar a mi casa en Sitges. Pasando por la autovía de Castelldefels se me presenta todo un espectáculo: cada 50 metros hay una joven que, aunque no hace autoestop, espera que se pare un coche. Se lo comento al conductor del taxi, que se ríe. "Claro", dice, "esta autovía se ha convertido en el puticlub de Barcelona". Las chicas que veo, rubias y estilizadas, parecidas a Claudia Schiffer o Karolina Kurkova, evidentemente no son españolas, sino provenientes del este y noreste de Europa. "Mire", el taxista me muestra unos cuantos edificios con anuncios de neón, que se extienden a lo largo de la autovía, "mire cuántas casas de citas, ¡ya se lo decía yo!".

Uno no puede dejar de admirar su cuidada hermosura, que contrasta con su lugar de trabajo y el oficio al que se dedican

Hace ya 5 o 10 años, esos edificios se convirtieron en grandes centros de prostitución. Todo el mundo lo sabe; Eduardo Mendoza y Juan Marsé denunciaron esos lugares situando en ellos sus escenas de gánsteres en sus últimas novelas. Observo que los aparcamientos de delante de esos edificios están llenos, hay muchos coches lujosos y bastantes matrículas extranjeras: no puedo sino concluir que, además del sol y el mar, Cataluña ofrece otro aliciente más, y bien a la vista, a sus turistas.

Proseguimos por la autovía que decoran las chicas a la venta, esas bellezas que se mantienen de pie bajo el sol implacable y otras que se esconden del sol bajo un parasol playero limándose las uñas. En ninguna ciudad del mundo, pienso, he visto un acceso al aeropuerto que ofrezca a sus visitantes un espectáculo parecido. Hace años, cuando llegué a Barcelona y establecí aquí mi residencia, los barceloneses me repetían a menudo: "España es diferente". Y lo era. Ahora, durante mi viaje por la autovía de Castelldefels, pienso que sigue siéndolo.

¿Qué sensaciones despiertan en mí estas chicas de la autovía?, me pregunto. Y me digo que no es la mezcla habitual de aversión y pena. Mirándolas, uno no puede dejar de quedarse admirado ante su cuidada hermosura, que tanto contrasta con su lugar de trabajo -la carretera- y el oficio al que se dedican -la prostitución más barata-. Lo que provocan en mí es una profunda compasión, concluyo.

¿Por qué compasión?, sigo interrogándome. Y entonces recuerdo una narración que leí hace tiempo. El periodista Llibert Ferri, buen conocedor de los países del Este, publicó una colección de cuentos que trataba del tema de la transición en los países del Este, Días de rojo y colorado. Uno de estos relatos, basados en la realidad, narra la historia de una joven rumana que, en su país recién salido del comunismo y muy empobrecido, busca una salida para sí misma y sus padres y hermanos, y cae en las manos de la mafia, que le promete un futuro brillante para ella y los suyos, la lleva a Occidente y la hunde en la prostitución. Como sucedió, sin duda alguna, a muchas de las chicas que veo exhibirse durante mi viaje a casa.

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Contemplo más y más muchachas expuestas en el arcén de la autovía. En las metrópolis occidentales y en los más hermosos balnearios de la costa mediterránea, en los establecimientos más lujosos -los hoteles de cinco estrellas, las tienda con ropa de las marcas más caras, los restaurantes con varias estrellas Michelin- se suelen ver hombres y mujeres que pagan únicamente con billetes de banco, nunca con tarjetas de crédito, y que se comunican en idiomas del extremo este de Europa; su número va creciendo. Algunas de esas personas son las que explotan a las chicas de la autovía de Castelldefels y se dedican a otros negocios ilegales que les dan dinero negro con el que pagan sus lujos.

Pero de repente mi reflexión queda interrumpida: el taxista frena considerablemente y de modo peligroso de 120 a 30 kilómetros por hora, puesto que un grupo de personas cargadas de voluminosas mochilas y maletas cruzan la autovía. Y no son los únicos: hay otras que intentan atravesar el muro de cemento que separa ambas direcciones de la autovía, y otras en la parada donde les ha dejado el autobús. Es una escena cotidiana: el autobús de Barcelona deja a los veraneantes de los cámpings de la costa de Castelldefels en una parada alejada aproximadamente un kilómetro del puente peatonal, de modo que los turistas, para llegar a su destino, cruzan la autovía de dos carriles en cada dirección. ¡Genio digno de recibir condecoraciones el que ha puesto la parada en este lugar!, me digo, y no puedo dejar de concluir que la autovía de Castelledefels se ha convertido en la cenicienta de las carreteras catalanas. O en su cubo de basura.

A la mañana siguiente vuelvo a pasar por la autovía de Castelldefels, conduciendo mi coche hacia Barcelona. Son las ocho y cuarto y las jóvenes ya están trabajando de nuevo en ambos arcenes. Ahora percibo un par de chicas rubias negociando con unos camioneros y pienso que las mafias que las esclavizan las forman a menudo hombres de la antigua policía secreta de los países comunistas, o sea, personas que reprimían, torturaban y asesinaban a sus compatriotas, que aquí han encontrado refugio y aquí progresan. Pero, me pregunto, ¿cómo luchar contra sus prácticas si en España -cosa difícil de imaginar en otros países- incluso los periódicos más serios anuncian el oficio de la prostitución? Ya me avisaron: España es diferente.

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