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La deslocalización del Estado

Es muy posible que no existiera organización humana capaz de afrontar todas las consecuencias del huracán Katrina. La realidad pudo haber desbordado a la mejor capacidad de previsión de las autoridades estadounidenses. Sin embargo, algo más parece haber ocurrido en la primera potencia mundial. Hace pocos meses la Casa Blanca redujo la aportación solicitada al presupuesto federal para que contemplara mayores recursos destinados a la elevación de los diques que defienden Nueva Orleans de las aguas próximas. La respuesta municipal ante el huracán dio curso a una decisión de evacuación general, auspiciada por los gobiernos federal y estatal, que no tuvo en cuenta a los miles de personas que carecían de medios para salir de la ciudad. Las limitaciones de los centros escogidos para resguardar a los ciudadanos que no permanecieron en la ciudad no frenaron una decisión tan precipitada como posiblemente equivocada.

¿Culmina aquí la relación de respuestas desafortunadas? En absoluto: el acuerdo en torno al Protocolo de Kyoto, basado sobre el trabajo aportado por 2000 científicos a Naciones Unidas, no contó con el apoyo de EE UU. Pese a las concluyentes pruebas existentes, la gran nación americana no compartió el peligro que entraña un efecto invernadero que puede suponer, para la civilización humana, el mayor desafío del siglo XXI. Una oposición extendida, poco después, a la aceptación del Tribunal Penal Internacional.

Al asumir estas posiciones EE UU ha apostado por el debilitamiento del gobierno global en aspectos básicos para la seguridad y la justicia internacionales, truncando lo que, con motivo de la II Guerra Mundial, fue su opción preferente: la refundación de Naciones Unidas, la creación del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Acuerdo General sobre Aranceles y Tarifas (GATT) constituyeron respuestas decididas y valerosas que respondían a un sincero deseo de superar, por medio de un marco institucional compartido, algunas de las principales causas que habían emponzoñado las relaciones internacionales tras el fatídico acuerdo de Versalles.

La actual combinación de unilateralismo y de un multilateralismo selectivo -que no es más que la transformación imperial del aislacionismo- responde a los vientos de la administración Bush, cuyos soplos han inflado los zepelines de la suficiencia y la apropiación de la verdad absoluta. De esa convicción nació la guerra contra Irak y la cruzada dirigida a imponer la sombra de la sospecha sobre naciones con acceso a recursos básicos, cuya escasez es cada vez más visible tras la emergencia de China o Brasil y la previsible revitalización de la India.

El Estado norteamericano ha iniciado su particular deslocalización: en ésta lo fundamental ya no es la nación real, integrada por ciudadanos iguales y libres; la que preocupa e interesa es la nación virtual construida mediante una red de complicidades entre quienes acumulan el mayor poder y comparten el mismo credo, con independencia de su ubicación geográfica. La invitación del gobernador de Florida y hermano del presidente Bush a participar en los beneficios de la guerra de Irak, dirigida a las empresas de la República española (sic), no fue más que una obscena muestra de esta nueva nación; la misma que se reiteró en Houston, durante los meses que precedieron a las batallas, cuando a las compañías petroleras internacionales se les dio la oportunidad de discutir el futuro reparto de los pozos iraquíes.

La consecuencia inmediata de la anterior deslocalización ha recaído sobre las asignaciones de los presupuestos, que contemplan como prioridad el enraizamiento y ampliación de la nación virtual, en detrimento del país real. Para aquélla, los límites presupuestarios se ensanchan; para éste, se regatean y reducen. Los lectores de las nada subversivas descripciones de EE UU, escritas por Robert Kaplan, habrán advertido que Nueva Orleans no es un ejemplo aislado: los guetos se han multiplicado en EEUU, con la desvergüenza de la miseria y la inseguridad compartiendo límites con lujosas áreas aisladas por rejas electrificadas y policía propia.

La debilidad de la nación virtual surge cuando, como ahora, la nación real es atropellada por una catástrofe, exaltando las consecuencias de la pobreza y el autismo del Estado; cuando se rompen los vínculos entre las redes sociales altruistamente construidas para aminorar la miseria: la contemplación de los dolorosos efectos del desastre no puede obviar que la imposición de la ley del más fuerte también ha formado parte de los mismos. Una reacción que contrasta con las experiencias vividas por la vieja Europa en circunstancias similares. En aquello que nos es más próximo, nunca vimos que las zodiacs de salvamento precisaran la compañía de rifles amartillados.

La paradoja de la nación virtual se manifiesta al contemplar que también son fenómenos sin fronteras, como el Katrina, los que precisamente ponen coto a su extensión y consistencia: fenómenos que apelan al reencuentro del Estado con la ciudadanía desde nobles intereses que fustiguen las desigualdades sociales; fenómenos que precisan de una estrecha cooperación internacional, libremente organizada sobre principios de responsabilidad y previsión; manifestaciones de una naturaleza castigada cuyos riesgos reclaman de la administración estadounidense un retorno vigoroso a los principios que, en diversos momentos de la historia contemporánea, convirtieron a este país en una formidable referencia de fuerza moral para otros pueblos.

Manuel López Estornell es economista.

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