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Participación

Los procesos de participación, que no son ninguna novedad en las sociedades democráticas, se nos presentan a menudo como la panacea para la mejora de nuestras ciudades, para que sean más humanas, más respetuosas con su realidad y memoria. De hecho, la participación ciudadana es uno de los más importantes indicadores de que la ciudad se esfuerza por ser más sostenible, de que se trabaja con el objetivo del logro de beneficios comunes.

Pero la participación, al igual que sucede con conceptos como paz, sostenibilidad y multiculturalidad, se han convertido en conceptos-tipo deseados, políticamente correctos y, por lo tanto, muy ambiguos. Muchos municipios tienen la participación entre sus planteamientos pero muy pocos la llevan adelante de manera rigurosa. Muchos políticos municipales hablan de ella, pero la mayoría, en el fondo, la temen, prefieren decidir despóticamente sin la intervención de los implicados. Porque si la participación es un argumento recurrente, pocos están dispuestos a asumir el esfuerzo del trabajo en equipo y del cambio de mentalidad en los procesos de proyecto que ello implica. Incluso los mismos arquitectos están muy dispuestos a escuchar lo que les piden para sus casas sus clientes ricos y son muy poco receptivos para escuchar a estos clientes cuando son los vecinos de una plaza o los futuros usuarios de unas viviendas sociales.

La participación no funciona en Barcelona. Se aprueban proyectos en agosto, cuando los vecinos están fuera

La participación tiene un coste -no se puede esperar que los vecinos además de participar y dedicar mucho tiempo y esfuerzo sean ellos mismos los que paguen los gastos- y exige una serie de etapas: primero, tener toda la información para ser evaluada; luego debatir y planificar, para proponer como resultado un diseño y elaborar su gestión. Por último, se debe producir un seguimiento de la intervención pública y se debe evaluar. Prácticamente nunca se sigue hasta el final el proceso de una auténtica participación. La mayoría de ayuntamientos, como el de Barcelona, confunden la participación simplemente con haber informado y a veces la misma información es escasa y difusa, con una definición en cambio constante; pero ello es sólo el primer paso y no implica ninguna intervención ni iniciativa por parte de los ciudadanos; sólo que pasivamente son informados y muy pocas veces escuchados. En ciertos casos se deja que algunos sectores opinen, sin la más mínima garantía de que lo propuesto vaya a ser tenido en cuenta. Y la mayoría de entes públicos temen que sus obras -como por ejemplo la vivienda social- sean posteriormente evaluadas por algún equipo pluridisciplinar para ver cómo están funcionando, cuál es el nivel de satisfacción de los usuarios, qué modificaciones y rectificaciones supone su utilización, etcétera.

Existen pequeños ejemplos de participación en el entorno metropolitano de Barcelona, muy escasos, como la plaza de Pius XII en Sant Adrià de Besòs o la plaza de Lesseps y el barrio de Trinitat Nova. Pero lo que predominan son los conflictos por la incapacidad municipal para responder a las responsabilidades para las que han sido elegidos.

Internacionalmente existen muchísimos ejemplos de buenas prácticas en países y ciudades. Como en Holanda, donde existen comisiones de ciudadanos que controlan la calidad y diversidad de la vivienda de promoción pública. O ciudades como Porto Alegre, que se ha hecho famosa por un completo proceso de participación de cada barrio en reuniones en las que se debaten los presupuestos y se deciden inversiones y prioridades, con lo que la sanidad, la educación, la cultura y la calidad del espacio público han aumentado de manera evidente en los últimos 12 años. O como Seattle, donde existen comisiones ciudadanas, formadas por vecinos, profesionales y artistas, que intervienen en los proyectos urbanos. Estas comisiones ciudadanas se reúnen cada 15Los procesos de participación, que no son ninguna novedad en las sociedades democráticas, se nos presentan a menudo como la panacea para la mejora de nuestras ciudades, para que sean más humanas, más respetuosas con su realidad y memoria. De hecho, la participación ciudadana es uno de los más importantes indicadores de que la ciudad se esfuerza por ser más sostenible, de que se trabaja con el objetivo del logro de beneficios comunes.

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Pero la participación, al igual que sucede con conceptos como paz, sostenibilidad y multiculturalidad, se han convertido en conceptos-tipo deseados, políticamente correctos y, por lo tanto, muy ambiguos. Muchos municipios tienen la participación entre sus planteamientos pero muy pocos la llevan adelante de manera rigurosa. Muchos políticos municipales hablan de ella, pero la mayoría, en el fondo, la temen, prefieren decidir despóticamente sin la intervención de los implicados. Porque si la participación es un argumento recurrente, pocos están dispuestos a asumir el esfuerzo del trabajo en equipo y del cambio de mentalidad en los procesos de proyecto que ello implica. Incluso los mismos arquitectos están muy dispuestos a escuchar lo que les piden para sus casas sus clientes ricos y son muy poco receptivos para escuchar a estos clientes cuando son los vecinos de una plaza o los futuros usuarios de unas viviendas sociales.

La participación tiene un coste -no se puede esperar que los vecinos además de participar y dedicar mucho tiempo y esfuerzo sean ellos mismos los que paguen los gastos- y exige una serie de etapas: primero, tener toda la información para ser evaluada; luego debatir y planificar, para proponer como resultado un diseño y elaborar su gestión. Por último, se debe producir un seguimiento de la intervención pública y se debe evaluar. Prácticamente nunca se sigue hasta el final el proceso de una auténtica participación. La mayoría de ayuntamientos, como el de Barcelona, confunden la participación simplemente con haber informado y a veces la misma información es escasa y difusa, con una definición en cambio constante; pero ello es sólo el primer paso y no implica ninguna intervención ni iniciativa por parte de los ciudadanos; sólo que pasivamente son informados y muy pocas veces escuchados. En ciertos casos se deja que algunos sectores opinen, sin la más mínima garantía de que lo propuesto vaya a ser tenido en cuenta. Y la mayoría de entes públicos temen que sus obras -como por ejemplo la vivienda social- sean posteriormente evaluadas por algún equipo pluridisciplinar para ver cómo están funcionando, cuál es el nivel de satisfacción de los usuarios, qué modificaciones y rectificaciones supone su utilización, etcétera.

Existen pequeños ejemplos de participación en el entorno metropolitano de Barcelona, muy escasos, como la plaza de Pius XII en Sant Adrià de Besòs o la plaza de Lesseps y el barrio de Trinitat Nova. Pero lo que predominan son los conflictos por la incapacidad municipal para responder a las responsabilidades para las que han sido elegidos.

Internacionalmente existen muchísimos ejemplos de buenas prácticas en países y ciudades. Como en Holanda, donde existen comisiones de ciudadanos que controlan la calidad y diversidad de la vivienda de promoción pública. O ciudades como Porto Alegre, que se ha hecho famosa por un completo proceso de participación de cada barrio en reuniones en las que se debaten los presupuestos y se deciden inversiones y prioridades, con lo que la sanidad, la educación, la cultura y la calidad del espacio público han aumentado de manera evidente en los últimos 12 años. O como Seattle, donde existen comisiones ciudadanas, formadas por vecinos, profesionales y artistas, que intervienen en los proyectos urbanos. Estas comisiones ciudadanas se reúnen cada 15días por un espacio de ocho horas, las actas de las reuniones son colgadas en la página web del Ayuntamiento y son enviadas en papel a todos aquellos ciudadanos que integran una base de datos para información porque así lo han solicitado, y desde el momento que lo hacen son informados de los resultados de todas las comisiones. La información, base primaria de todo proceso de participación, es así transparente y alcanza a todos los ciudadanos sin importar si pertenecen o no a una asociación de vecinos reconocida por el Ayuntamiento.

Por otro lado, por ley, en cada solar y en cada intervención privada o pública, primero se ha de exponer públicamente el proyecto, situándolo en la misma valla del solar o fachada del edifico que se va a reformar. En dichos carteles se especifican el tipo de obra, el promotor, los arquitectos, los usos, las superficies y se expresan claramente las fechas máximas para alegaciones -a la vista de todos los ciudadanos-, que pueden ser hechas por entidades o individuos. Las fechas también son prorrogables si así lo solicita alguna alegación. Dichos procesos pueden demorar, cambiar o detener algún proyecto, pero cuando uno se aprueba cuenta con el máximo consenso ciudadano, lo que augura es una buena integración en el contexto urbano.

Cuando una ciudad como Barcelona recurre cada vez más al mes de agosto, es decir cuando los vecinos están de vacaciones y el movimiento reivindicativo no tiene masa crítica, para resolver los conflictos con derribos irreversibles en lugares como Can Ricart en el Poblenou o como la manzana entre la calle de Sant Pere més Baix y el Forat de la Vergonya de Ciutat Vella, entonces no sólo la participación está siendo rotundamente negada, sino que se están traicionando los mismos principios y reglas de la democracia.

Josep Maria Montaner es arquitecto y Zaida Muxí, urbanista.

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