Lo que no hay que decir
Una mujer de 73 años ha sido esposada y encarcelada la semana pasada en Nueva Orleans cuando la policía la sorprendió robando salchichas por valor de cincuenta dólares. Se llama Merlene Maten y pertenece a ese 60 por ciento de ciudadanos que vive por debajo del nivel de la pobreza, y también de las aguas en la que flotan cadáveres putrefactos.
Un juez acusa a la anciana Merlene nada menos que de saqueo. Le exige 50.000 dólares de fianza. Si no los tiene, y no los tiene, seguirá en prisión.
Si esta mujer tuviera 50.000 dólares nunca habría robado salchichas ni se habría quedado en la ciudad cuando el alcalde dio la orden de evacuación. Pero la ley es la ley. Y además, ¿dónde estará mejor protegida que en la cárcel esa desdichada anciana, cuando se espera el regreso inminente de peligrosos saqueadores de las armerías? La ciudad está militarizada. Pero la población también.
La prensa sabe cuáles son los límites, en Nueva Orleans y en Irak
Una empresa privada se está ocupando de la recogida de los muertos en casa
He recibido por internet desde una universidad norteamericana una foto trucada en la que se ven muy sonrientes a George Bush, padre, con George W. Bush, hijo, pescando juntos y con caña en una calle anegada de Nueva Orleans, y sacando de las aguas una trucha, o un salmón. Podría ser un cadáver sin no coleara.
Las tropas ya tienen bastante trabajo con sus propios cadáveres en Irak. Por eso una empresa privada se está ocupando de la recogida de los muertos en casa.
Amy Goodman, directora de un espacio independiente (Democracy Now) en Pacifica Radio, cuya sede está en Nueva York, ha entrevistado a informadores norteamericanos y extranjeros que han sido detenidos o amenazados por la policía en Nueva Orleans al negarse a hacer un periodismo de hotel, en beneficio de un periodismo de calle. Pero esta clase de periodismo cuesta muy caro. También Periodistas sin Fronteras ha alertado sobre la violencia policial que viene ejerciéndose contra los reporteros. A un fotógrafo del diario Times Picayune le destrozaron la cámara por cubrir un tiroteo. A otro del Toronto Star lo detuvieron y le requisaron las imágenes de enfrentamientos policiales con supuestos saqueadores. A un tercero, Lucas Oleniuk, le requisaron la credencial, que es el único salvoconducto, y lo abandonaron en un lugar peligroso después de quitarle la imágenes de una brutal paliza propinada a unos sospechosos. También la Guardia Nacional intimida e estos periodistas y los encañona directamente en la cabeza con sus fusiles de asalto, gritándoles, aunque saben que no lo son: "¡Disparamos contra los saqueadores!".
La prensa sabe cuáles son los límites, en Nueva Orleans y en Irak.
Anthony Weller, hijo del periodista George Weller, encontró recientemente unas copias en papel carbón de las crónicas que envió su padre a los pocos días de ser arrasado Nagasaki. Durante sesenta años las autoridades norteamericanas ocultaron ese texto requisado por la censura militar.
George Weller, premio Pulitzer 1943, fue el primer reportero en llegar a Nagasaki luego del bombardeo. Las autoridades no querían que se hablara del efecto de la radiación nuclear en la población civil, sino únicamente de la destrucción física producida por la bomba atómica. Lo que vio Weller resultó muy distinto. Envió su testimonio al Chicago Daily News donde el censor militar lo hizo desaparecer. La verdad no era publicable porque la imagen del vencedor pretendía ser la opuesta, una imagen compasiva. Y pagaba para lograr esa imagen. Sólo así se entiende que se silenciara a Weller y se pregonara, en cambio, a William L. Laurence, un periodista, también Pulitzer, con dos sueldos: uno del Pentágono y otro de The New York Times. Laurence entonaría las alabanzas del hongo devastador desdeñando la matanza o mutilación de niños, mujeres, ancianos atrapados en aquel horror.
La repugnante crónica de Laurence, publicada en The New York Times el 2 de septiembre de 1945, está escrita a bordo de uno de los tres aviones desde los que se lazaron las bombas. Su autor parece relamerse de gusto durante la misión de los B 29. Describe la bomba como una joya de valor y belleza insuperables. Se felicita del privilegio al compartir con aquella joven tripulación un hecho histórico de este alcance.
Ahora, ocurre casi lo mismo. Quienes no cuentan desde Irak lo que los responsables de esa guerra desean que cuenten, no son patriotas. Weller sería injustamente acusado de servir los intereses propagandísticos del enemigo. Conviene no olvidarlo.
www.ignaciocarrion.com
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