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Y la nave va

Principio de curso. De nuevo se retoman la escuela y, nuevamente también, se evidencian sus enormes carencias y sus justos requerimientos. Desde un cierto enfoque funcionalista, y con su jerga mercantilista de la educación, los sistemas educativos, sean públicos o financiados por fondos públicos, propios de las sociedades modernas, constituyen la primera empresa estatal la que más clientes tiene y la que más trabajadores emplea en términos absolutos. Una empresa peculiar y frágil que, se afirma, bascula entre la manufactura vocacional de socialización y la producción industrial de sujetos intercambiables; lo que se consigue mediante un sistema educativo de socialización y de subjetivación, un mecanismo delicado y hambriento que requiere continuamente de los estados más alimento: más intervención y una mayor inversión económica. Es bien cabal y lógico que la educación, bajo la mirada minuciosa y ampliada del microscopio, o sea vista de cerca, revele ante todo esos problemas inmediatos, sus urgencias y que escriba cada nuevo curso su extenso memorial de agravios. Estos problemas sin duda se manifiestan con rotundidad y, a la postre, suelen concluir tradicionalmente en cuatro vectores: más dinero, más profesores, más asignaturas y más tiempo de escolarización obligatoria. En consecuencia, y para resolver de una vez por todas, la llamada crisis educativa, cada partido político o coalición propone en sus programas electorales la cuestión educativa como su primera prioridad: educación, educación, educación. Una prioridad que suele reflejarse en una nueva reforma educativa -ahora sí la definitiva- con el regalo jurídico formal de unas nuevas leyes, y a veces también de nuevas orientaciones pedagógicas y de organigrama educativo, para desesperación de padres, profesores y editores de libros de texto...

En las sociedades que van hacia una posmodernidad líquida e inestable, los sistemas educativos no pueden permanecer sólidos e inalterables

Pues bien, este proceso de reforma permanente puede ser útil a corto plazo, pero es conveniente saber también sus límites y que atañe sólo a la parte visible y menor de ese majestuoso iceberg educativo que, anclado a alguna remota y utópica península pedagógica, confiere al modelo educativo su necesaria dosis de continuidad y de sentido. Sostengo que este punto de vista, con su lógica interna y sus inercias propias, comporta un indeseado efecto colateral, iatrogénico: es atemporal y consecuentemente sesgado, es decir, que toma esas evidencias inmediatas de la institución escuela, que son estrictamente históricas y culturales, como un intocable repertorio de afirmaciones y de verdades pedagógicas congeladas por obra de unas prolijas ciencias de la educación y sus derivaciones psicopedagógicas y organizativas prácticas. Se trata de una auténtica ingeniería social que, en su versión más adelantada, pretende nada menos que construir sujetos emancipados y críticos. Y, paradójicamente, se encuentra con insoportables tasas de fracaso y abandono escolar y con una tozuda y creciente desigualdad frente a sus bienintencionadas promesas de éxito y de igualdad. Se da así un empeño circular que acaba por mantener apropiadamente congelado el iceberg con independencia de la temperatura exterior y que se ocupa febrilmente en resolver el día a día, lo que no es poco, los inesperados efectos de ese agujero negro educativo.

¿Qué oculta esa punta del iceberg ? Un sinfín de estratos de hielo, vastos sedimentos antropológicos, sociológicos y morales, de entre los que destaco aquí los más generales: su historicidad y su función. Historicidad: la escuela del capitalismo industrial, la que hoy aún tenemos, nacida en el siglo XIX y generalizada en el XX, está sufriendo una acelerada inadecuación una vez finiquitada la producción industrial premoderna, y su repertorio de instituciones y de conductas sociales, balanceándose en un bucle de vejez y de inadecuación a sus fines formativos explícitos. Finalidades: la educación mantiene un rumbo y navega, no está -como así nos parece desde ella- varada, sino que navega hacia un conjunto explícito e implícito de fines y valores, de los que no es el menor su compleja reproducción de las nuevas clases sociales urbanas y de su hábitos culturales, por usar los términos de Pierre Bourdieu. La educación refleja y replica su contexto, y sus hijos son hijos de su tiempo.

Pues bien, esa nave de hielo está hoy en acelerada fusión porque ha entrado en esa zona de turbulencias y de cambio climático que se ha instaurado globalmenet a través de la sociedad del conocimiento y de la información, dando por buena la validez de ambos términos, y del capitalismo global. La escuela, en sus variantes tradicional o autoritaria y progresista o activa, se está en efecto descongelando y sus límites físicos y simbólicos hacen agua. En las sociedades que transitan hacia una posmodernidad líquida e inestable, los sistemas educativos no pueden permanecer sólidos e inalterables. Se ha reiterado muchas veces, y a menudo sólo repetido, que el paradigma de la sociedad del conocimiento comporta tanto el empacho de información como su estela espumosa de incertidumbre y de inestabilidad ideológica y simbólica. Algunos factores materiales de ese acelerado cambio son la profunda modificación de los tradicionales sectores productivos, la transformación de los procesos de producción y de distribución de mercancías (físicas o simbólicas), la asimetría creciente en la relación trabajo/capital y, por acabar, la construcción mediática del consumidor y de su tiempo forzado de ocio.

La educación no puede zafarse del seísmo que estos cambios están comportando en todos los ámbitos. El recalentamiento económico, cultural y social resultante no podían por menos que descongelar parte del iceberg educativo y, éste es el punto crucial, que modificar su singladura. Este cambio de rumbo es de tal envergadura que los problemas inmediatos, relevantes a su escala, aparecen como irrelevantes sólo con bucear por debajo de las evidencias prácticas y entregarse a lo que, bajo ellas, requiere una nueva reflexión teórica. En efecto, el largo plazo obliga a releer la realidad visible y sus reglas del juego, a recomponerlas en unidades de sentido distintas de las actuales. Nos faltan tanto ojos para ver lo invisible como palabras para nombrar lo que se nos revela en ese buceo sincrónico; para lo que habrá que hacer una rigurosa desamortización ideológica. Lo que nos pasa -en fórmula orteguiana- es que no sabemos lo que nos pasa...

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En otros términos, y parodiando la vieja sentencia marxista, podemos afirmar que en la actualidad las relaciones de formación y las fuerzas formativas han entrado en una contradicción frontal, y sólo un cambio cualitativo es capaz de dar cuenta de ellas para, con fortuna y tino, tratar de cambiarlas sin merma de lo esencial, reacomodándolas al futuro, ese otro nombre del destino. Si no somos capaces de hacerlo conscientemente, asumiendo las concesiones que a cada parcela de lo visible educativo le corresponde, con su amalgama de intereses legítimos y de prejuicios cognitivos y corporativos, está bien claro que será el mercado y su tozudo y poderoso timón el que lo hará a su imagen y semejanza. La pelota de la nueva educación del siglo XXI está en el tejado de las fuerzas políticas y culturales progresistas. Ellas deberán hacer su propio proceso de desamortización ideológica; las filas conservadoras cuentan ya con el fuerte efecto congelador de la nostalgia y su concepción de un pasado inmejorable y, por tanto, intocable. El reto no es menor y la partida se juega sobre la semihelada superficie del iceberg y con lo que sobre ella hay. Pero para hacerlo con mano firme y cabeza amueblada deberemos ineludiblemente mirar debajo de él para intentar orientar conscientemente la singladura de la nave. ¿Seremos capaces de domesticar el mercado y de hacerlo sin excluir a nadie del fundacional juego educativo? Ésa es la cuestión democrática de fondo, y no disponemos de un siglo para delimitarla, nombrarla y llevarla a la práctica.

Fabricio Caivano es periodista.

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