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Columna
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Gamberros mimados

Hablar de falta de civismo en esta ciudad se ha puesto de moda. Cuando no hay otro tema de conversación, muchos recurren a ese ejercicio de autocompasión que termina, desde tiempos inmemoriales, en una frase tremebunda: "A on anirem a parar?". Parece que hay gente que no puede vivir sin drama a la vista, sin un peligro que echarse encima o sin pensar que la vida burguesa y consumista que suele llevar la clase media de este país equivale a un "vivir peligrosamente". Sin embargo, en este caso y más allá de la manía de dramatizar la más anodina rutina, existen síntomas serios de la mala educación -vamos a llamar a las cosas por su nombre- de unas minorías lo suficientemente numerosas, diversas e insistentes como para reparar en ellas.

Estas minorías están por todas partes y sus rasgos sociales difieren notablemente: jóvenes, mayores, parados, inmigrantes, catalanes, turistas, ricos y pobres. A todos les unen actitudes concretas: unos se empeñan en tirar al suelo lo que no les sirve, hacen insoportables ruidos durante todo el día o ignoran las más elementales normas de tráfico, otros se dedican a imitar las vallas publicitarias y decorar brutalmente la ciudad o a acabar con el mobiliario urbano... Excluyo a delincuentes y a indigentes porque éstas son minorías bien definidas: su situación va más allá de la falta de civismo, son casos aparte.

Sólo entrarían en la categoría de incívicos aquellos que, presuntamente, deberían evitar todas estas molestias colectivas. Es decir, unas personas que han recibido una educación -que por lo general ha costado un ojo de la cara- adecuada para relacionarse con los demás, que eso es el civismo: convivir sin aspavientos ni dramas. Siempre ha habido gamberros, está claro, y ésa es la palabra que corresponde a quienes los demás no les merecen el menor respeto. El gamberro clásico es un provocador malcarado, un ser que exterioriza sus complejos en una actitud de apisonadora social y actúa por propia voluntad.

Hoy a ese gamberro consciente de serlo le acompaña el gamberro que ignora que lo es: un nuevo prototipo de individuo construido pacientemente por una colectividad tan encantada de haberse conocido que ha creído saberlo todo y ha descuidado la educación de sus hijos hasta lo insoportable. Los gamberros inconscientes son, como dice el psiquiatra Boris Cyrulnik, "bebés gigantes", niños mimados que creen ser los reyes del mambo y tener derecho a hacer su santa voluntad. Su carrera suele empezar en el colegio: allí amilanan a los demás, les acosan, los humillan sin piedad sólo por afirmarse. Son seres acomplejados y a la defensiva, para quienes la vida es una competición despiadada y los demás, un estorbo. Ésa es la concepción del mundo que reflejan esos gamberros ignorantes de serlo.

Nada más lejos del civismo que la competición: no sé a quién puede extrañarle, pues, que en nuestra sociedad el mensaje haya avanzado hasta esta insensatez patológica. El incivismo también es una forma de llamar la atención: la normalidad nunca será protagonista. Eso es lo que nos dicen estos hechos: señores, somos un grupo de ególatras y ustedes tienen un problema con nuestra forma de competir.

Cambiar esta idea de la vida es complicado cuando la cooperación -antídoto radical de la competición- resulta tan difícil en todos los ámbitos. La Generalitat prepara una campaña de sensibilización escolar: "Buen rollo en la escuela". Está bien comenzar por lo básico, el colegio, pero las jaculatorias nunca fueron eficaces. Los jóvenes, para aprender a ser cívicos, requieren no sólo ejemplos de cooperación y respeto reales, sino hechos que muestren cómo la cooperación ayuda a vivir mejor y crea más riqueza y bienestar. No es un asunto de moral, sino de buena -o pésima- educación en la que fallan los modelos adultos. Es el típico caso de la paja y la viga en el ojo propio.

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