Rápida y fatal como el rayo que no cesa
Nunca había visto interpretar Madre Coraje como la recreó Ángel Pavlovsky en aquel coralísimo Brecht×Brecht dirigido por Mario Gas en el Albéniz. Era un breve fragmento, pero la Coraje estaba entera: el tono justo de sorna, de humanidad, de escepticismo, de indignación, de sabiduría. Sí, así la hubiera querido Brecht. Tengo pruebas: cuando le preguntaron, en Hollywood, dijo: "La ideal sería Ethel Merman", y de la Merman a la Pavlovsky no hay más que un paso, un paso de baile. ¿Por qué nadie o tan pocos quieren escuchar cuando se dicen esas cosas? Los productores tienen muy poca imaginación: van (cuando van) a lo seguro. Y los directores rara vez escapan de su estilo, de su pequeña familia. Cuando les dicen Pavlovsky dicen "actor cómico", pero, historia antigua, recalcan lo segundo y se olvidan de lo primero. Y Pavlovsky es, ante todo, un actor descomunal. Si yo fuera productor sería la versión teatral de Kathy Bates en Misery: le ataría a la pata de la cama, no le daría respiro. Bien pagá, eso sí. Como una reina la tendría.
A propósito del espectáculo de Ángel Pavlosky, Hoy, siempre, todavía, en Barcelona
¿Mi lista de peticiones? Ahí va una primera entrega, apresuradamente escrita la otra noche, en plena fiebre, a la salida de Hoy, siempre, todavía, su nuevo espectáculo. Ariel en La Tempestad. Spooner en No Man's Land. La voz humana en La voz humana. Margo Channing en Applause. Veronika Voss. Charlotte von Mahlsdorf en I Am My Own Wife. Y Tennessee, claro: Blanche en el Tranvía, Alejandra del Lago en Dulce pájaro. Oh, claro que puede hacerlo. "Lo suyo" y todo lo que le echen. El año pasado se cascó todo el cabaret del Fórum, de 4 de la tarde a las tantas de la noche, cuatro, cinco pases, yo que sé, como maestro de ceremonias, todo el día allá dentro y a la vez muy lejos: cuando Pavlovsky oficia, el mundo se convierte en una instantánea República de Weimar. Este año tenía un proyecto de teatro vagabundo y quería pedirle a Clos la licencia de artista callejero, por Hécuba: Bárbara Granados al acordeón y él cantando y contando y pasando la boina.
Sí, lo hubiera hecho, no me cabe duda. Pero encontró una sala propicia, el Borrás, y con la Granados y otro pianista, Joan Aymerich, decidieron coser a mano un nuevo regalo, una nueva cota tras Orgullosamente humilde y Oíd mortales, que aún sigue girando. Un oasis en el desértico verano barcelonés (podía haberse llamado Un verano con Pavlovsky), julio y agosto y una semana de septiembre, por prórroga. Crédito al canto, sin red, un par de bemoles, varias palmeras imaginarias, las viejas y eternas canciones de Tom Lehrer y el viejo y eterno hilo de agua fresca, siempre igual y siempre distinta, burbujeando, remansándose, de repente una ola feliz sobre el patio de butacas y Pavlosvsky como surfer expertísimo, navegando en la cresta, mojando al público, mojándose. Un público que iba desde la señora que le ha visto diez veces y repite, hasta Marcial di Fonzo Bo, el gran Ricardo III de Langhoff, que tomó un avión desde París sólo para verle, y para proponerle un superhomenaje a Copi, un CaleidosCopi-Oh para el próximo Aviñón (me pido primera fila). Hoy, siempre, todavía: un espectáculo en el que podía pasar cualquier cosa, y pasaba; "flexible y elegante como un pájaro exótico", que decía Jaime Gil: podía durar una hora veinte, hora cuarenta, dos horas o, el último día, dos horas y media. Un espectáculo montado en 12 días y 45 años. ¿Cabaret, recital, one man show? No, todo eso es reductivo. Un álbum de fotos, una cámara de ecos, crónicas de un rostro que es muchos. Transformismo auténtico, sin máscaras externas: ahora clown augustísimo, ahora gran dama muerta de amor y en un plisplás gran dama riéndose de sí misma con un simple movimiento de sus ojos verdes, maliciosos y sabios. La Pavlovsky, rápida y fatal como el rayo que no cesa. Y luego duende, duende judío, errante y sin edad, Gregorio Ángel Povolotzky Finkel, que pasea con el niño de unos amigos por una Barcelona demolida, la Barcelona vivísima de su llegada en 1976, y por la Barcelona vocinglera y orinada de hoy mismo, y se coloca los ojos del niño como unas lentillas recién lavadas, y vuelve a ser niño al final, niño en Rivera, al borde de la Pampa, mitad colonia hebrea mitad Manuelpuiglandia, para contarnos, en el pasaje más esplendoroso de la velada, las mil y una historias de sus abuelas, baba Hannah y baba Dina, una con su abanico para disimular el parkinson, la otra siempre con sombrilla para disimular su cojera, y el nieto que hoy es ellas y sus amigas, encarnando todos los personajes, el Pavlovsky más cercano a Philippe Caubère, y a Capote, el perfume del pequeño Truman evocando a la tía Sook en el profundo Sur, el mismo fraseo, el ritmo y la ternura y el humor de ese retrato, todas las vueltas y revueltas pre-Ionesco de baba Hannah para no decir de qué había muerto su marido, y la pura esencia de la Torá en una sola y enorme frase de baba Dina ("Dios existe si lo necesitas, si no, no"), y el orgullo de las dos porque Chéjov en La Gaviota había hablado de su pueblo, Elisabetgrad, una humilde escala de Arkadina. Escuchaba todo eso, ese cuento maravilloso, redondo, y le pregunté: "¿Dónde está ese texto?". Me dice: "No hay texto, se cambia cada noche, cada noche hay nuevas historias de mis babas".
Nunca monologuista, siempre dialoguista (con el público, con sus recuerdos, con sus anhelos), los espectáculos de Pavlovsky son celebraciones ecuménicas (un grupo de fieles reunidos en torno a un oficiante), invitaciones a compartir la tabla de surf convertida en tabla de salvación: humor contra el paso y el peso del tiempo, humor como empecinada resistencia ante los monstruos gigantes de nuestra época. Hoy, siempre, todavía: un espectáculo que está pidiendo a gritos (o a carcajadas) una gira a lo grande. Y que mi querido Mario Gas abra de una vez el café concert del Español, y lo ponga a sus pies, en sus manos. Pero que no se nos lo quede demasiado tiempo. Que sea, digamos, su dacha, de verano o de invierno: su segunda residencia.
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