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Columna
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Jungla

UN CALUROSO día estival, bajo el sol de plomo napolitano, un joven británico, llamado John Marcher, le hizo impremeditadamente una confidencia a una muchacha de su misma nacionalidad, May Bartram, que ésta no pudo olvidar. Tanto fue así que, diez años después, al reencontrarse por primera vez la misma pareja, ella le recordó a él que lo había olvidado, que poseía el íntimo secreto de su existencia: la convicción de Marcher de que su vida estaba amenazada por la irrupción de un indescifrado misterio, pero de una fuerza impetuosa y devastadora que marcaba su destino con el signo de lo excepcional. Interrogado por May Bartram sobre si, transcurrida una década, ese esperado y quizá temido asalto monstruoso de lo desconocido había tenido lugar y si, acaso, era metáfora un tanto rebuscada para expresar la catástrofe de un amor desdichado, Marcher negó ambas cosas. Pero, encandilado con el hecho de tener una cómplice de su siniestra expectativa, le rogó y obtuvo que permaneciera, junto a él, vigilante ante la difusa amenaza, aunque sin otro vínculo entre ellos que el de una amistad pura que no enturbiase eróticamente la honestidad de su común empresa.

Esta intrigante historia la escribió Henry James en forma de novela corta, ahora traducida al castellano con el título La bestia en la jungla (Arena Libros), acompañada de la adaptación teatral que de ella hizo en 1962 la autora francesa Marguerite Duras. La proverbial maestría de James se acredita, una vez más, en este relato en el que asistimos, a lo largo de toda la vida de los protagonistas, a la espera de que acontezca el terrible ataque de esa bestia acechante sin que el lector pierda, ni por un momento, la tensión acerca de este incomprensible misterio sobre el cual no deja de hacer cábalas. Más: cuando muere Mary Bartram, y Marcher no sólo pierde a su insustituible cómplice, sino que se queda como barruntando que ella conocía la naturaleza del secreto que lo atormentaba, pero que se lo llevó a la tumba sin querérselo comunicar, él finalmente comprende que la bestia le había ya devorado sin que se percatara siquiera y, en ese instante, cae, a su vez, muerto sobre la tumba de su silente amiga.

No era para menos porque a John Marcher le bastó con mirar el rostro desencajado por el dolor de otro hombre que, simultáneamente, visitaba en el cementerio la tumba próxima de un ser querido para obtener la revelación de que él, con su cicatera indolencia, había desperdiciado la vida en pos de una quimera que, a fin de cuentas, no tenía nada de excepcional porque era un "secreto a voces": que lo que atiza el fuego vital es el amor y que éste conduce a la muerte. A fin de cuentas, la vida hay que vivirla y no se puede contemplar desde fuera, salvo si se sale de uno mismo para encontrarse con el otro. Como Teseo, que mató al Minotauro en su laberíntica cueva gracias al hilo de Ariadna, a la que después abandonó en busca de su alto destino, Marcher no se enteró tampoco de que May Bartram le había conducido frente a la bestia de sí mismo y, claro, murió sin haber vivido.

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