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Padres tóxicos

"Escribió Hannah Arendt que el padre de familia fue el gran criminal del siglo XX porque el totalitarismo no habría funcionado sin esos buenos maridos y padres que no hicieron otra cosa que cumplir con su deber...", nos recordaba Adolf Beltran en una columna muy crítica aparecida en la edición valenciana de EL PAÍS el pasado 20 de junio. Parece una hipérbole, pero bien mirado ese recordatorio no hace más que denunciar un modelo de familia, la patriarcal, que hasta hace poco tiempo se imponía en Occidente. Era un forma de convivencia y de organización en la que la voz del padre era indisputable. ¿Es sensato, sin embargo, vincular al padre, incluso al padre autoritario, con el tirano?

"En ti observé lo que tienen de enigmático los tiranos, cuya razón se basa en su persona, no en su pensamiento", decía Franz Kafka en su Carta al padre (1919). Es bien conocida la pésima relación que Franz Kafka mantuvo con su padre, activo y próspero comerciante al que censura con acrimonia en la obra de 1919. Se sabe del conflicto generacional que envenenó sus vínculos, conflicto que, para algunos, es ejemplo de la rebelión edípica de los hijos frente a la autoridad del patriarca. En el repudio de su padre habría rebelión, pero habría también sentimiento de culpa por alzar la voz, por distanciarse, por no cumplir con las expectativas que sobre él se había forjado el progenitor, unas expectativas definidas por la tradición, por el linaje, por los mayores.

"Pero ninguna de tales cosas formaba parte de mi futuro", admite Kafka. "Y es revelador que, aún hoy, sólo me animes realmente a hacer algo cuando tú mismo te sientes afectado, cuando se trata de tu amor propio": el amor propio de un individuo invasor, ese comerciante grande, autoritario, "el hombre gigantesco, mi padre" que le hacía sentirse oprimido por su simple corpulencia. En la obra de Kafka hay imágenes frecuentes que muestran al individuo impotente, como un gusano, como un insecto, como ese Gregor Samsa -ya saben-, viajante de comercio que está obligado a pagar una deuda contraída por su progenitor. ¿Los hijos saldando los errores de los padres?

Kafka es un hijo que tiene miedo al padre, un miedo general e inespecífico. "Yo, flaco, débil, esmirriado; tú, fuerte, alto, de anchas espaldas". Es un patriarca que ha trabajado duro, alguien que sólo se debe a su propio esfuerzo y que ha conseguido llegar tan alto que tiene una confianza ilimitada en su propia opinión. Es un padre que lo ha sacrificado todo por su descendencia, a la que ha procurado darle todas las comodidades, el alimento. Pero esa entrega no ha aliviado hijo, puesto que, en lugar de sentir gratitud o simpatía por el progenitor, dice haberse "ocultado de ti, en mi habitación, con libros, con amigos alocados". Por eso, jamás, hasta ahora, le había hablado con franqueza.

Pero..., ¿por qué esos miedos? Por dos razones. Por ser un padre violento: porque "sólo puedes tratar a un niño según te han hecho a ti mismo, con dureza, gritos y cólera, y en tu caso, este trato te parecía además muy adecuado, porque querías que de mí saliese un muchacho fuerte y valeroso". Y, en segundo lugar, por ser un padre ausente: porque cuando era "más joven, y consiguientemente más vital, más brusco, más auténtico y aún más despreocupado que ahora", estaba absorbido por el negocio y "apenas si podías dejarte ver más que una vez al día". ¿Y la familia, la propia, le sirvió de auxilio al joven escritor?

La crítica más dura que se haya hecho a la familia y al matrimonio la formuló precisamente Kafka examinando a su padre, abnegado cabeza de una dinastía que espera ver perpetuada su progenie. El padre le invita a independizarse, a fundar su propia estirpe. "Tendría familia, que es lo más grande que, según tú, puede uno alcanzar, lo más grande que tú mismo has alcanzado", dice el hijo. Formándola, "yo sería tu igual" y se olvidarían las humillaciones padecidas hasta esa emancipación. De cumplirse, "esto sería indudablemente fabuloso, pero ahí radica precisamente lo problemático", añade Kafka. "Es como si uno estuviese en prisión y no sólo tuviese el propósito de evadirse, lo que quizá fuera posible, sino el de transformar a la vez el edificio de la cárcel en un palacio de recreo para disfrutarlo él mismo".

Es decir, repetir su forma de vida, de organización familiar, es perpetuar su propia sujeción y debilidad. Por esto, "si quiero acabar con esa desdichada relación que me une a ti e independizarme, debo hacer algo que, en lo posible, no tenga la menor conexión contigo", una forma de relación distinta, concluye. Necesita, pues, crear un mundo en el que la familia patriarcal que domina el espacio no exista y le permita sobrevivir como hombre libre.

"A veces imagino el mapamundi desplegado y a ti extendido transversalmente en él. Entonces me parece que, para vivir yo, sólo puedo contar con las zonas que no tú no cubres o que quedan fuera de tu alcance. Y estas zonas, de acuerdo con la idea que tengo de tu grandeza, no son muchas ni muy confortables, y el matrimonio no se encuentra entre ellas". ¿Hay una imagen más precisa de lo que significa un padre invasor?

Sólo porque hoy hay otras formas de linaje, de organización, sólo porque hoy hay otros modelos de matrimonio, más abiertos, más francos, más cooperativos, es por lo que la familiar nuclear persiste. El agregado doméstico ya no se basa en la autoritaria jerarquía que somete a las mujeres y que fuerza, obliga a los jóvenes varones a crecer y a envejecerse para aparentar más edad y cumplir rápidamente las directrices del progenitor. De aquellos burgueses bien acomodados, como el papá de Kafka, ya casi no queda rastro, y sólo ciertas manifestaciones recientes, de curas nostálgicos o de psiquiatras ultramontanos, nos hacen recordar los reproches seculares que los hijos podrían formular contra sus padres tóxicos, contra esa fijación patriarcal que dictó las normas de la respetabilidad familiar, de la contención sexual y del comedimiento moral.

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

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