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Columna
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Verano tonto

¿Ha sido éste un verano raro, raro, raro? Pues no. En cierta medida, casi todos los sucesos ocurridos podían haber sido previstos. Incendios, sequía, accidentes de avión, vandalismo urbano, accidentes de coche... hasta un no suceso como el empantanamiento del Estatut encaja en el rosario de fáciles pronósticos. Lo no sucedido también puede ser previsible: no es fácil cambiar las tendencias insistentes. ¿Alguna tendencia en concreto? Pues sí. La más clara: la pérdida del sentido de la realidad, una tendencia que une a cada uno de los hechos mencionados en un punto crucial: ¿nos estamos volviendo tontos? No sería nada raro que, tras algunos sucesos veraniegos, la respuesta correcta tuviera que ser afirmativa.

Medio Portugal ha ardido sin piedad, y aquí lo que no ha arrasado la estela del fuego espera la salvación de una lluvia que depende de su propio antojo. En Cataluña se anuncian restricciones de agua y se mira al cielo salvador como si estuviéramos en la prehistoria. La información meteorológica es ya materia estratégica para regocijo de esos hombres del tiempo, actualización impensada del oráculo de Delfos. ¿Regresión en el tiempo? Inermes ante el fuego y la falta de agua, como si estuviéramos en la Edad Media, la tecnología traiciona su promesa feliz: no sólo los aviones han caído a puñados, sino que los automóviles han resultado más mortíferos de lo habitual.

El sueño de un cielo lleno de aviones fletados por usureros y aventureros resulta inviable: la democracia aérea se revela como una temeridad. Lo mismo sucede con el acceso universal al coche convertido en máquina de muerte. Nunca la maravillosa idea de volar o rodar en libertad estuvo, parece, en peores manos. Nada más obvio, pues, que el desprecio a algunos conocimientos básicos: el hombre no puede desafiar las leyes de la naturaleza impunemente, lo humano tiene límites en la realidad misma. Fletar un avión, conducir un coche requiere cierto nivel de inteligencia y humanidad elemental. Sorprenderse por la falta de lluvia o por diluvios es un rasgo de analfabetismo ambiental.

No se puede abandonar el bosque o los ríos y esperar que el agua fluya tranquilamente del grifo. Tampoco tendría sentido entregar un horno microondas a un hombre del Renacimiento. Sin embargo, los contemporáneos, empeñados en salvar sus grifos, sus aviones y sus coches a la vez que su propia seguridad y bienestar, parecen preferir poner policías para perseguir a los que desafían un progreso que desprecia el entorno e ignora los límites humanos.

Y ahí está el fenómeno de nuestros vandálicos hijos: destrozan fiestas populares -¿es posible que la subvención de las fiestas de Gràcia alcanzara el millón de euros?-, hacen pipí en la calle o duermen en la playa tras históricas borracheras. Quienes les señalan como culpables y no como víctimas de la estulticia progresiva que les rodea no sólo han olvidado su propia juventud, sino que muestran su alejamiento de la realidad. Estos jóvenes nos echan a la cara en qué nos hemos convertido: son nuestro producto, y ese retrato cruel no se perdona.

Adultos hechos y derechos proponen en la televisión pública catalana -Sis a traició- una parábola sobre el conocimiento imprescindible: el engaño, la conspiración, la desconfianza. El que mejor trapichea con los demás se lleva el premio: lo humano es la traición, vida igual a póquer. Totalmente made in Catalonia, el programa presenta como juego un modelo de inteligencia basada en inducir la estupidez: la competición por el éxito no debe conocer límites humanos ni morales. Salta la duda: ¿se estará haciendo así, como un póquer político, el Estatut? El desprecio por una inteligencia capaz de percibir una realidad no estúpida mayoritaria resulta preocupante. Volverse un poco más tontos e impotentes cada día no es una aspiración aceptable, común o real. Menudo verano.

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