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Columna
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Aprender

En la foto se veía cómo salía el asta del toro por la boca del chaval. Le había entrado por el cuello, o por la mandíbula, qué se yo, por algún lugar de su cuerpo, precisamente de su cara, destinado al ejercicio de funciones vitales, como la respiración o la alimentación, y otras funciones tan vitales también como la conversación y la risa y los besos, e incluso otras funciones tan necesarias en la vida como celebrar fiestas y pasarlo bien cantando, por ejemplo, o degustando algo y hasta contando chistes malos. Pero ese chaval de 18 años había subestimado la importancia de sus funciones vitales y menospreciado sus posibilidades de una diversión pacífica y armoniosa y se había decidido a correr en los encierros de San Sebastián de los Reyes delante de unos animales muy fuertes y dotados de unas armas biológicas, las astas, destinadas naturalmente a usarse en defensa propia, llegado el caso. Y el caso es que un animal, humano o no, que es soltado en medio de una turba de extraños enfebrecidos, azuzado a cumplir un desconcertante recorrido que para él supone la única posibilidad de huida, empujado por el pánico de encontrarse en una situación violenta que no quiere y que comprende injusta, tenderá a defenderse ciegamente. El más mínimo error en ese supuesto juego, del que el toro es víctima primera e involuntaria, puede generar también víctimas humanas. Porque es un juego cruel, y las consecuencias de la crueldad pueden ser tan devastadoras como nos mostró la foto del chaval. Si se observa, a pesar del espanto y de la repugnancia que produce, con detenimiento y cierta voluntad, se puede apreciar que el toro no querría que del asta le colgasen las funciones vitales de un joven que, ya en ese instante, daría mucho por no haber estado nunca ahí, porque lo único que desea, el toro, es escapar él mismo de ese espanto en el que desde un principio no quiso estar.

Por eso corrió desesperado, atropellado él mismo por otros toros en similar situación, intentando apartar los obstáculos que encontró en ese camino que no era el suyo y le habían obligado a sufrir. Los obstáculos eran un montón de humanos, aplastados en el suelo, algunos casi niños, que habían creído que aquella crueldad inicial con el toro podía llegar a ser muy divertida para ellos. Subestimaron los efectos multidireccionales de la crueldad.

Después de ver esa foto, pensé que los de Sanse sabrían reflexionar; pensé que, por desgracia, con frecuencia nos hace falta una tragedia propia (la del chaval inconsciente), para ser capaces de advertir nuestro grado de responsabilidad y de culpa en la tragedia de otros (la del toro inocente). Pensé que, ante semejantes consecuencias, se darían cuenta de que su juego es cruel. Y que querrían acabar para siempre con él porque no es divertido ver cómo intenta huir despavorido un toro al que se le hace sufrir ni, por supuesto, es divertido ver salir un asta por la boca de tu joven vecino. Pero, no. Para mi asombro, los de Sanse no sólo no han sabido reflexionar, no han cancelado sus raros festejos, no han decidido que en adelante su diversión no va a consistir en ver animales, humanos o no, huyendo despavoridos, sino que han repetido su juego bestial y le han añadido el dolor de otros varios toros y el de siete heridos humanos más. Si no estuvieran los toros, desistiría de preocuparme por los humanos de Sanse, allá ellos, que se partan la crisma sobre el asfalto si tan divertido les resulta. Pero a los toros no se lo parece, y ahí están. Y aún peor: están los niños.

Porque si hay algo que sobrepasa mi asombro es la segunda foto repugnante de los encierros de Sanse. No hay heridos, no cuelgan jóvenes funciones vitales de las astas de ningún toro, no hay, de hecho, ningún toro. Lo que hay es un adulto de San Sebastián de los Reyes, muy risueño, que arrastra un artilugio en forma de carretilla con una cabeza de toro. No sé si la cabeza es real, la de un toro decapitado, o de un logrado realismo, pero lo que sí parecen reales son los niños que corren delante y a su lado, en el encierro infantil incluido este año por primera vez en el programa de fiestas de la localidad. El mismo año del asta saliendo por la boca del chaval. "Así los niños van aprendiendo", dicen. Aprendiendo a hacer el bestia. Aprendiendo a maltratar a los animales y a verles huir despavoridos, aprendiendo a ser parte de una masa grosera y herida, aprendiendo a subestimar sus funciones vitales y sus posibilidades de divertirse pacíficamente. Todavía inocentes como becerros.

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