¿Dónde está Dios?
Si un extraterrestre visitara España y tuviera acceso a los medios de comunicación y a los temas tratados por éstos en el último año, llegaría probablemente a la conclusión de que la religión y todo lo relacionado con ella es una de las cuestiones que más importan a los españoles: la financiación de la Iglesia, la revisión de los acuerdos Iglesia-Estado, la religión en la escuela, la enfermedad de Juan Pablo II, su muerte y sus funerales, la elección del nuevo Papa, su entronización, el relevo en la Conferencia Episcopal española, su posicionamiento ante la reforma legal que permite el matrimonio entre personas del mismo sexo, la participación de algunos obispos en la manifestación contra dicha ley, la Iglesia católica, las cuestiones religiosas, los representantes eclesiásticos han estado más presentes que nunca en la vida social española, en sus medios de comunicación.
En ese contexto se han podido escuchar y leer todo tipo de opiniones. Muchos no creyentes han defendido al Estado -y a la sociedad- frente a pretensiones eclesiales. Muchos han recomendado a la Iglesia, a los obispos, a los creyentes cómo se tienen que reformar, en qué consiste la verdadera fe, cómo deben encontrar el camino de la reconciliación con la ciencia. Y ha habido también muchos creyentes que han hecho oír su voz, bien comulgando plenamente con la jerarquía, bien criticándola, exigiendo más libertad, más diálogo, más tolerancia, más democracia, más respeto a la ciencia. Y lo han hecho individualmente o como pertenecientes a algún colectivo dentro de la Iglesia, como teólogos progresistas, como teólogos laicos, como cristianos de base, como miembros del movimiento otra Iglesia.
Quien suscribe estas líneas es teólogo por formación, doctor en Teología, fue clérigo y no se atreve a afirmar que sea cristiano, aunque sí puede afirmar que la cuestión religiosa -o la cuestión de la fe, que no es necesariamente lo mismo- es de las cuestiones más importantes en su vida. Y el espectáculo descrito al inicio y vivido muy de cerca no ha hecho más que acrecentar la pregunta que más le preocupa: ¿dónde está Dios? Es una forma de preguntar distinta a la tradicional de si Dios existe, pero creo que más adecuada a la propia cultura moderna, que si bien se ha basado en la diferencia entre el ámbito público en el que la pregunta acerca de Dios es irrelevante, y el ámbito privado, en el que puede obtener diversas y libres respuestas, no se basa tanto en la negación de Dios como en su ausencia.
Como no tengo respuesta clara a la pregunta planteada, sólo puedo aportar algunos elementos de reflexión, y argumentar la pregunta misma. El conjunto de la ciencia moderna se ha construido sobre la base del etsi Deus non daretur de Laplace: la ciencia funciona como si Dios no existiera, la ciencia no necesita recurrir a la hipótesis de un Dios creador para continuar su búsqueda de la verdad, o su búsqueda de instaurar el imperio humano sobre el mundo, como diría Francis Bacon.
El Estado moderno, el Estado de derecho se ha desarrollado sobre la idea de la libertad de conciencia, matriz de todas las libertades, y a partir de esa libertad de conciencia sobre el principio de la aconfesionalidad del Estado, sobre el principio de la separación de Estado e Iglesia o iglesias: la cuestión religiosa es algo a dilucidar en el ámbito privado, el Estado no puede imponer ninguna creencia religiosa porque el espacio público de la democracia es el espacio de las verdades penúltimas. Por eso no puede imponer ni siquiera la no creencia, el ateísmo como doctrina oficial.
La propia cultura moderna en su conjunto, según la idea hegeliana de que la filosofía es su propio tiempo elevado a pensamiento, se ha construido sobre el Viernes Santo metafísico analizado por Hegel, la recuperación en el ámbito conceptual del suceso histórico de la muerte de Jesús en la cruz: la muerte de Dios es la marca interpretativa de la situación cultural de las sociedades modernas, una marca que afirma exclusivamente la ausencia de Dios.
No dice nada nuevo, pues, Nietzsche al proclamar la muerte de Dios en la cultura moderna, anuncio que va de la mano de la proclamación de una buena nueva, de la superación de la vieja moral que humilla al ser humano. Nietzsche anuncia la gaia ciencia, la nueva moral, la voluntad de poder, el eterno retorno, la afirmación sin reservas de la tierra y del hombre, sin que estén sujetos a límites impuestos externamente a ellos mismos. Es la historia de la muerte de la metafísica en la cultura moderna.
La cuestión radica en saber si la metafísica simplemente muere, sin más, si Dios se ausenta sin más del ámbito humano y terrenal, o si la muerte de la metafísica y la ausencia de Dios producen un vacío que tiende a ser llenado inmediatamente. Con esta pregunta no se trata de reconstruir de una nueva forma las argumentaciones escolásticas para probar la existencia de Dios: tienen razón pensadores como H. Blumenberg y K. Löwith que no admiten la interpretación de la cultura moderna de forma derivada, como si fueran desviaciones de otra forma de cultura cuyos principios fundamentales transforman en algo distinto.
Pero la soberanía que impera no sólo en la articulación política moderna, sino también en la economía y en las ciencias, la voluntad presente en la cultura moderna para sustituir por medio de las ciencias naturales, la técnica y la industria al Dios creador, y por medio de las revoluciones al Dios salvador, y la deconstrucción a la que se ha visto obligado el pensamiento tardomoderno, deconstrucción de todas las grandes narraciones que han venido después de la muerte de Dios y de la supuesta muerte de la metafísica son indicativos, cada uno a su manera, de que la gestión de los asuntos humanos y terrestres en condiciones de inmanencia y contingencia no es una cuestión sencilla.
Cuando la teodicea se transforma en la obligación de asumir en responsabilidad propia todo lo que acontece y se pierden todas las inocencias, cuando se descubre que democracia consiste en vivir en el tiempo y en el espacio de las verdades penúltimas, pero nunca en el de las verdades definitivas, la responsabilidad humana crece enormemente. Cuando el pensamiento llega al punto de negarse a sí mismo la posibilidad de construir narraciones integrales, cuando la necesidad humana de definirse y construirse límites no depende de ningún principio exterior a sí mismo, sino de su propia voluntad y capacidad, entonces se necesita un superhombre. Para hacer frente a todos esos retos se precisa realmente una gran voluntad de poder para ser no sólo el pastor del ser, sino el lugar en el que el ser se revela sin caer en la nada.
La presencia de Dios que supuestamente se manifiesta en todos los fenómenos citados al inicio de estas reflexiones, es una falsa presencia, o la presencia de un Dios falso. Es una presencia acorde a las leyes de la sociedad del espectáculo. Una presencia que olvida que a las manifestaciones espectáculo de la divinidad un Viernes Santo puso punto final. Es una presencia que no quiere asumir la responsabilidad de los pasos dados por el ser humano en la conquista de su propia libertad, ni los positivos de autonomía, democracia, verdad, legitimidad del poder; ni los negativos de los totalitarismos modernos, cuyo significado no puede ser devaluado a simple demostración de la existencia de Dios.
Creo que está dicho en los mismos evangelios, y puede que sea de las poquísimas ipsissima verba Jesu -de las palabras realmente pronunciadas por Jesús- que el único camino al Padre, a Dios, es a través del hijo, es decir, a través de la cruz, de la muerte de Dios en cruz, momento en el que se hizo una tremenda oscuridad sobre Jerusalén, sobre la tierra. La Iglesia sigue queriendo llegar al Padre sin pasar por el Hijo, quiere seguir teniendo hilo directo, al igual que cree tener conocimiento directo de la verdad de la naturaleza, de una naturaleza sin seres humanos, sin la ambigüedad de éstos, sin lo que supone que ella exista sólo en las palabras humanas, que aparezca en ellas al tiempo que en ellas está velada.
Alguien ha escrito que la manera de estar presente de Dios en la cultura moderna es el modo de la ausencia. Una ausencia que se inició hace unos dos mil años, pero que llegó a encarnarse de verdad en la cultura mucho más tarde, abriendo las puertas a la responsabilidad de los humanos, una responsabilidad que ha creído, a veces, poder constituirse en absoluta traduciendo la ausencia de Dios como su negación, una negación que obliga a sustituirlo. Pero como dice Paul Celan: "No separes el sí del no, dale a cada palabra su sombra".
Joseba Arregi es profesor de Sociología en la Universidad del País Vasco.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.