Petacchi también sabe remontar
El italiano consigue en el corazón de La Mancha su segunda victoria consecutiva
Todos en la Vuelta se creían muy ingeniosos en la salida de Ciudad Real. Se veían obligados a ser ingeniosos, más bien. Tierra y centenario obligan. Un veterano director decía a sus polluelos que no valía la pena moverse en un día tan largo, tan recto, tan plano, tan caluroso. "Ve tranquilo, hijo", le decía, "que aquello que allí ves son molinos y no gigantes". Otro, no tan veterano, más airado, creaba espíritu de grupo. "Ladran, luego pedaleamos", exhibía como argumento supremo ante los suyos. Los corredores, silenciosos, agobiados, concentrados, asentían mudos. Cualquier movimiento les hacía sudar. Y tampoco les interesaba tanto la temática. Ellos, venidos al mundo para sufrir, bastante tenían con no verse obligados a partir hacia un lugar de La Mancha cuando la del alba fuera.
Era La Mancha, y era martes, pero para la mayoría de los corredores, como si fuera Cataluña y viernes. Para los extranjeros, por lo menos. Y para muchos españoles, también. Salvo, como mucho, dejando de lado a Pedro Horrillo, que lo ha leído todo, para dos. Para uno, para Óscar Sevilla, por una razón sencilla, porque la etapa pasaba por su pueblo, por el quijotesco Ossa de Montiel, a la vera de las resecas lagunas de Ruidera, pobre Guadiana y sus Ojos. Y allí estaba su madre, en la cuneta, y su padre y su novia también, para recordárselo, por si se le pasaba, un casto beso y adelante. Para otro, para Pablo Lastras, figura quijotesca la suya, alto y descarnado, pura osamenta y algún músculo, alma algo quijotesca también, generosa y solidaria, porque pasó en abril por las Cuevas de Montesinos, allá donde Don Quijote veía visiones, y se acordaba perfectamente. Y se lo recordaba a la gente: "Vamos a pasar por las cuevas". Como si le importara mucho a alguno.
Quienes no se enteraron para nada de dónde estaban y ni siquiera de adónde iban son los tres franceses que se escaparon. Triste realidad la del ciclismo francés en estos tiempos de exuberancia de sus vecinos. Si en algo se notan los extraños tiempos no es en que el Tour lo gane un yanqui siete veces seguidas o en que un sprinter español gane tres Mundiales o en que haya escaladores alemanes o australianos, sino en que, en todas las carreras, el Tour, la Vuelta, los franceses hayan robado a los españoles el papel de animadores sin premio, de combativos derrotados, víctimas a sabiendas de la ley del pelotón. El director de la Française des Jeux, que habla todos los días del ciclismo de dos velocidades, de los limpios y de los otros, habla de mandar salir a su equipo un día cinco minutos después del pelotón para rendir evidencia gráfica de su pensamiento, pero hasta que se atreva prefiere mandarlos a galeras, a desafiar al sol, como ayer a Finot, mientras conserva a su australiano McGee como líder.
Todos se sentían ingeniosos, salvo Petacchi. La melancolía vital del sprinter italiano, su hondura anímica, poco tiene que ver con las fantasías, con los gigantes, con la locura. Es una máquina que preferiría depender de sus estados de ánimo para funcionar. Y, cuando logra el absoluto, el nivel de neutralidad que le impide dudar, cuando su organismo es un mecanismo, su corazón simplemente un músculo que bombea sangre, es imbatible. Entonces le da lo mismo ganar en Port Aventura que en Zaragoza (tres veces), Burgos (dos), Santander, Albacete, Madrid, Valdepeñas, Valencia, Málaga, Puertollano o Argamasilla de Alba, que es donde ha ganado las 14 etapas de la Vuelta con que cuenta en su palmarés desde 2000. Ayer, nada más imponerse a Hushovd y Zabel en una llegada extraordinaria, fue a abrazarse con el seleccionador italiano, Franco Ballerini, que le esperaba en la línea. Estaba admirado porque había ganado contrariamente a su costumbre: remontando. "Esto es de buen augurio para el Mundial de Madrid", dijo Petacchi, a quien lo que le importa de verdad es el maillot arcoiris y no tanto el lugar de La Mancha en el que Cervantes, prisionero, empezó a escribir el Quijote.
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