La voz de la vehemencia
Enero, 19 de 1982: daban casi las diez de la mañana cuando el abogado paulistano Samuel McDowell de Figuereido corría para salvar a su prometida. Había escuchado la voz pastosa en el teléfono, luego sólo el silencio. Llamó dos veces: nada. Cuando por fin llegó al departamento, encontró que los niños jugaban a la espera de que mamá acabara de despertar, tras las puertas cerradas de la alcoba. Dejó jugando a Pedro y María Rita y fue tras el más grande, João Marcelo. Forzaron ambas puertas y la encontraron tendida en el suelo. No respiraba, tenía las manos frías y el cuerpo caliente. McDowell llamó al médico, a la ambulancia, pero nadie llegaba. La cargó hasta la calle, detuvo un taxi, vio llegar al doctor de la familia... Poco tiempo más tarde, ya en la clínica, el novio confirmaba sus temores: Elis ya nunca más despertaría. Antes del mediodía, todo São Paulo y más de medio Brasil estaba al tanto: la reina se había ido. Un día después, tendida en el cajón con sus 36 años definitivos, vestiría una camiseta con la bandera del Brasil y su nombre en lugar del Orden y Progreso. El motivo -insólito, increíble- sería pesar aparte: una dosis letal de Cinzano y cocaína.
La primera mañana que se vio ante un micrófono, Elis Regina Carvalho Costa no despegó los labios. Padecía, a sus siete años, un vértigo invencible: no era lo mismo canturrear en casa que debutar en un programa de radio. Hija de una pareja sin fortuna -don Romeo fracasado, doña Ercy dominante-, Elis reunió la fuerza para un día volver a aquel programa y dejar a sus anfitriones de una pieza. Tenía 11 años de edad y de pronto un contrato entre manos. Era cuestión de tiempo para que Porto Alegre, con sus modos pacatos y sus prejuicios anchos, comenzara a quedarle chico.
No tenía la pinta de una estrella: estrábica, rechoncha, cobardona. Pero en el escenario se transfiguraba. Jugaba al bossa nova -o lo enterraba, según los escépticos- girando los brazos como un helicóptero, aunque igual se imponía un perfeccionismo extremo. No bien desembarcó en Río de Janeiro, ya con 19 años, la niñita obediente se transformó en rebelde autoritaria: desde los 13 sostenía al padre, la madre y el hermano. Unos meses después sus afamados promotores, Luiz Carlos Miele y Ronaldo Bôscoli, la vieron irse a hacer carrera en São Paulo.
¿Qué sucede con quien a los 20 años gana 15.000 dólares al mes (en 1965, esa suma basta para comprar una casa), conduce su programa de televisión y no pisa la calle sin causar sensación? Presa de un ego hinchado y titubeante, quien pronto vivirá coronada como La Más Grande Cantante del Brasil no encuentra otra terapia que comprar y comprar. Vestidos, joyas, regalos, y más aún zapatos y pelucas. "Era cursi, vulgar y llena de talento", concluirá Caetano Veloso años más tarde.
Una de sus más caras extravagancias es subir al altar con su peor enemigo: luego de hacerle guerra consistente, su ex aliado, el compositor Ronaldo Bôscoli, vuelve a su esfera y termina a su lado. "Yo pagaré los gastos triviales del hogar, ella será quien corra con los lujos", se ufana ante la prensa el bon vivant carioca, en el principio de un matrimonio borrascoso, dañino y uf, ardiente. Entre gritos, abrazos, hematomas y desmesuras varias, la espiral de amor-odio hace saltar las ansias de antagonismo de la mujer que solamente alcanza la plenitud total bajo el embrujo de los reflectores. "El escenario está tan conectado a mi manera de ser, a mi evolución, a mis traumas, que separarme de él equivaldría a castrar a un garañón", confía Elis a Clarice Lispector.
Celosa, movediza, paranoica, pero también intensa, fascinante, magnética. Elis teje eslabones fuertes e intrincados; defiende sus verdades a golpes de mentira para prevalecer. Es una peleonera natural -la bizquera le crece con cada rabieta-, manipula su entorno minuciosamente y explota igual de fácil que logra serenarse: tiene la mecha corta y las antenas largas, encuentra de inmediato el lado flaco ajeno. Persona y profesión apenas se distinguen: "Yo comparto mi ropa, mis amigos, cualquier cosa menos el escenario".
Del matrimonio con Bôscoli -infiel vocacional, celoso categórico- queda João Marcelo, nacido un par de años antes de la separación final. Para entonces, ya Elis alimenta un romance con su pianista, César Camargo Mariano, quien desde siempre la ha codiciado en secreto. Hasta la tarde en que Elis le desliza un papel en la bolsa del saco y le pide leerlo en el baño: "Me gustas como el carajo. Te deseo como el carajo. Me cago en el mundo". Hombre casado, César se escurre por la ventana del baño, salta tres metros abajo y huye de la mansión... aunque no de su dueña. Algún tiempo después, Elis Regina ya es la señora Camargo.
No es muy hábil con las declaraciones. Confía demasiado en su capacidad de aprendizaje y a menudo termina arrepentida. Como en 1972, cuando habla del Gobierno brasileño como una camarilla de gorilas, y luego es obligada a promover las Olimpiadas del Ejército. O como cuando le confiesa a la prensa sus dos grandes pasiones literarias: Sófocles y Walt Disney.
El éxito le sobra, no así el prestigio. Por eso graba un disco junto a Tom Jobim, no exento de tormentas. "El problema", dice ante Elis y César el Gran Jefe del bossa, "es que ustedes están acostumbrados a la ducha, y yo me baño en tina". Algo no muy distinto le sucede en Montreux 79: patética al principio, acaba por robarse el Festival: "Recordé que era hija de una lavandera... ¿qué estaba haciendo en ese escenario?". Luego recorrerá Milán, Roma, París y Barcelona planteando una advertencia terminante: "Europa necesita entender que no somos un simple pueblo de Carnaval; no he venido hasta aquí para hacer concesiones".
Julio de 2005: casi no hay epitafios en el cementerio del Morumbí. Si acaso el de Ayrton Senna -"Nada puede separarme de Dios"-, la otra estrella del panteón elegante de São Paulo. En la lápida de Elis, pequeña como todas, se leen también los nombres del padre y el hermano -Rogerio, accidentado en 1996. Pienso en alguna de sus frases célebres: "Entre la espada y la pared, me lanzo hacia la espada". Pero el invierno terco me devuelve al rumor de aquella voz vehemente soltando las saudades de Mucuripe, el vaivén de O barquinho, la cosquilla de Quaquaraquaquá. Nada más ofrendar unas flores solitarias, levanto Huracán Elis -la biografía firmada por su amiga Regina Echeverría- y avivo el ventarrón de la añoranza releyendo las últimas palabras de su última carta de amor: "Te quiero absurdamente mucho".
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