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Columna
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Foco

Sabemos lo que supuso para los primeros seres humanos el descubrimiento y, sobre todo, el entendimiento del fuego (impresiona imaginar la primera vez de las llamas en una mirada inteligente). Resulta fácil comprender el valor de ese paso literal de la noche al día, de esa oportunidad infinita para el progreso material y para los deseos. También para la creatividad cultural. Hemos hecho del fuego un símbolo de lo más íntimo: del placer y del temor. Bajo su forma única, se representan múltiples fondos humanos, desde la culpa y el castigo hasta la lucidez y el amor. Las lenguas están llenas de esos dobles sentidos del fuego. Hogar, por ejemplo, que a las llamas estrictamente físicas asocia una de las nociones más confortables de pertenencia.

Con tantas malas noticias relacionadas con los incendios, entran ganas de pensar en el fuego también de otra manera, desde un ángulo que no revele sólo desolación. O que en el centro de la destrucción coloque alguna forma de enseñanza aprovechable. En la buena literatura las cosas y los sucesos nunca vienen solos; siempre están como forrados de una segunda dimensión. De distintas expresiones, de múltiples versiones de sí mismos, porque al arte le importa no agotar el sentido, sino evidenciarlo, es decir, ensayarlo cada vez. En la literatura el fuego nunca está solo. Lo pienso mientras la cabeza se me llena de novelas de incendios. La maravillosa La luna y las hogueras que Cesare Pavese escribió muy poco antes de suicidarse en un hotel de Turín y donde el fuego es la amarga metáfora de un presente de pérdidas: la juventud y la inocencia desaparecidas y sin embargo inolvidables: "A mediodía todo eran cenizas. Al año siguiente aún estaba la marca, como el lecho de una hoguera".

Pienso también en Incendios, de Richard Ford, cuyo título en inglés es literalmente "fuego salvaje" como corresponde al que arrasará no sólo los bosques de Great Falls, sino el matrimonio de sus protagonistas y reducirá a cenizas lo que quedaba de la infancia de Joe, el joven narrador: "Podía percibirlo. Era algo que se me había metido en la cabeza, una sensación idéntica a la descrita por mi padre cuando el mundo empezó a cambiar para él". Y también en Emily L., de Marguerite Duras, donde la imagen del modesto fuego de una estufa que destruye un poema se convierte en una de las representaciones más implacables que recuerdo de las relaciones amorosas y del vértigo de la creación artística: "Una tara que se hubiera alojado en su cuerpo, y que toda su vida ella hubiera acallado para permanecer donde quería estar, en las regiones pobres de su amor". En todas estas novelas el fuego es el foco, en el sentido de origen, de una destrucción (material, moral o emocional), pero es también foco, es decir, luz que alumbra una verdad esencial de y para sus protagonistas. En todas, el fuego es despertar.

En lo que va de año se han producido en España 19.000 incendios (parece mentira ese promedio de 80 fuegos diarios) que ya se han llevado por delante más de cien mil hectáreas de bosque. No hay consuelo posible ante semejantes noticias, a menos que así pueda llamarse a la constatación de que esos incendios, igual que los de las novelas citadas, encierran más de un foco, revelan más de una verdad. O lo que es lo mismo, expresan con toda claridad no sólo las causas primeras ( las manos primeras), sino las razones últimas que los provocan. Sólo el 5% de esos 19.000 incendios ha tenido una causa natural; el resto, es decir prácticamente todos, han sido provocados por negligencias humanas o peor, por pirómanos vocacionales o mercenarios. Y, sin embargo, la inmensa, inmensísima, mayoría de esos delincuentes permanecerá impune, amparada en lo que la ministra de Medio Ambiente acaba de denunciar como "complicidad social y tolerancia". Igual que los incendios de las novelas estos fuegos reales contienen en el centro de su destrucción esa enseñanza aprovechable, ese foco alumbrador de su propio remedio.

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