Vuelve Pitágoras
Pitágoras, o tal vez alguno de sus discípulos, descubrió que los principales intervalos musicales se podían derivar del tetraktys, un triángulo al que el filósofo atribuía propiedades místicas. El tetraktys está formado por diez puntos distribuidos en cuatro filas: un punto en la primera fila, dos en la segunda, tres en la tercera y cuatro en la cuarta. Experimentando con una lira o algún instrumento parecido, los pitagóricos vieron que la octava (la distancia de un do al siguiente do) se obtiene dividiendo la cuerda en dos (1/2, la primera fila del tetraktys dividida por la segunda). El intervalo de quinta, que es la distancia de do a sol, requiere cortar la cuerda a dos tercios de su tamaño (2/3, la segunda fila dividida por la tercera), y el intervalo de cuarta (de do a fa), acortando la cuerda a tres cuartos de su tamaño. Estos intervalos son la esencia de la armonía en muchas tradiciones musicales, y cualquier oído occidental los reconoce como plenos, consonantes, armoniosos.
Como en la metafísica pitagórica,el universo que vislumbran los físicos contemporáneos está hecho de música
Los pitagóricos creyeron haber descubierto en esas relaciones no sólo un orden oculto de la música, sino también una revelación sobre la naturaleza numérica o matemática del mundo. Llegaron a pensar que las distancias de los planetas a la Tierra seguían esas mismas proporciones mágicas, un concepto bastante influyente en la antigüedad que acabó cristalizando en la expresión "la armonía de las esferas". No es que la música, con sus proporciones armónicas y sus formas abstractas, constituyera una metáfora apta del cosmos. Es que la música "era" el cosmos, lo único realmente existente.
Gabriele Veneziano nunca fue un pitagórico. En 1968 era un joven investigador posdoctoral en el Laboratorio Europeo de Física de Partículas (CERN), en Ginebra, y se dedicaba a estrellar unas partículas contra otras de la manera más violenta posible, como es obligado en su profesión. Una noche, mientras hojeaba un viejo tomo lleno de fórmulas, se fijó en una ecuación inventada en 1729 por el gran matemático suizo Leonard Euler. Se llamaba función beta, y por alguna extraña razón parecía describir a la perfección el comportamiento de las partículas que estaba estudiando en el acelerador de Ginebra. Otros físicos se dieron cuenta pronto, con estupor, de que las mismas matemáticas servían para describir todas las fuerzas de la naturaleza y todas las partículas elementales que habían surgido durante décadas en las tripas de los aceleradores. La ecuación inventada por Euler en el siglo XVIII era nada menos que una teoría del todo, una fórmula capaz de crear un universo.
Y también descubrieron la interpretación física de esa fórmula. Significaba que los constituyentes básicos de la materia no eran puntos, sino líneas. Las llamaron cuerdas, o supercuerdas. La apabullante fauna de partículas subatómicas no era más que el conjunto de las diferentes pautas de vibración que podía adoptar una cuerda: en un sentido casi literal, eran diferentes notas musicales. El físico teórico Michio Kaku ha explotado a fondo la analogía musical del cosmos: las matemáticas son la partitura; las supercuerdas son cuerdas de violín; las partículas subatómicas son las notas; la física son las leyes de la armonía; la química son las melodías, y el universo, naturalmente, es la sinfonía completa. Como en la metafísica pitagórica, el universo que vislumbran los físicos contemporáneos está hecho de música. No hay más realidad que las cuerdas vibrando. Las bellas proporciones y armoniosos diálogos de sus notas son formas abstractas que encarnan todo lo que existe. La armonía de las esferas ha alcanzado proporciones cósmicas.
"Si toda la realidad puede describirse con una fórmula de una pulgada", dice Kaku, "la pregunta será: ¿de dónde salió esa fórmula? Si el universo es una sinfonía, uno está obligado a preguntarse: ¿hay un compositor?". Y, puestos a hacer preguntas sutiles, ¿dónde devuelven el dinero de las entradas?
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