El corazón en los pies
Tuve una novia que siempre llegaba tarde. El día de nuestra primera cita estuve esperándola veinte minutos en la boca de un metro. Apareció sonriente y no se disculpó. Yo interpreté la tardanza, erróneamente, como una estrategia para dejar las cosas bien claras desde el principio: "Yo seré siempre la deseada; tú, el que irremediablemente sufrirás esperándome". Fuimos a cenar a un restaurante y, como en todas las primeras citas, los dos fingimos ser otros muchísimo mejores. Acabamos la noche sentados en unas rocas del puerto olímpico de Barcelona, besándonos como tontos mientras leíamos absurdos poemas de Benedetti.
La relación duró tres años y medio, y su impuntualidad aumentaba día a día. Me acostumbré a esperarla en las taquillas de los cines, en las barras de los bares y hasta en la mismísima puerta de su casa. Yo aguantaba resignado, porque mi ilusión por verla compensaba sobradamente el intenso dolor en los pies. Pero un día, inesperadamente, hice algo bastante extraño.
Había estado esperando a mi chica seis días y medio, siempre de pie, siempre ilusionado, siempre un pelín cabreado
Era un domingo por la tarde y yo estaba triste porque, en aquella época, las tardes dominicales, con esa luz azulada, me hacían pensar en temas espantosos. Llevaba 45 minutos esperándola, sentado en un banco de la plaza de Cataluña. Tuve bastante claro que, cuando por fin llegara, le diría algo desagradable, pero no se me ocurría nada. Fue entonces cuando, probablemente, realicé el primer cálculo de mi vida. Cambié de posición en el banco para evitar que mis piernas se durmieran sin posibilidad de despertar jamás y, mentalmente, calculé cuánto tiempo llevaba esperándola desde que empezamos a salir.
Tres años de noviazgo, a razón de cuatro esperas semanales de 45 minutos de media, daban una cifra espectacular. Me di pena a mí mismo. Había estado esperando a mi chica seis días y medio, siempre de pie, siempre ilusionado, siempre un pelín cabreado.
Cuando apareció, sonriente como siempre, le solté la cifra. Me dijo que yo era un chico muy ocurrente, pero que tenía hambre y le apetecía ir a comer algo a un sitio de tapas que ella conocía. Le aseguré que no había hecho el cálculo para hacerle reír, sino para que entendiera que yo también era un ser humano real, con un reloj real que funcionaba y unos pies demasiado reales que se cansaban excesivamente. A ella le dio igual. Entonces se me ocurrió la gran idea. Le dije, muy serio: "Escúchame atentamente. Voy a hacer una cosa y me gustaría que no te lo tomaras a broma. A partir de ahora, cuando pase un minuto de la hora convenida y no hayas llegado, empezaré descaradamente a mirar a otras chicas".
Se quedó helada, pero mi plan resultó ser de una eficacia asombrosa. Desde ese momento, llegó siempre puntual. Pero la vida tiene sus caprichos y, pese a su nueva puntualidad, nacida del amor, yo empecé igualmente a mirar a otras chicas.
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