Desde el sosiego
Le ha tocado al joven director inglés Daniel Harding bailar con la más fea, al situarse sus dos conciertos con la Mahler Chamber Orchestra justamente entre los de Claudio Abbado y la Orquesta del Festival de Lucerna, con el clima emocional que generan las comparecencias del maestro milanés. Harding, en cualquier caso, no se ha achantado y así ha subido a los atriles obras de Schönberg y Mahler en su primer programa, y de Elgar y Brahms anteayer. El director mimado de Stéphane Lissner (este año abre la temporada de La Scala de Milán con Idomeneo, de Mozart), formado con figuras de la categoría de Rattle y Abbado, es, como mínimo, audaz. Se enfrenta a los retos con valentía.
A priori, lo menos complicado parecía el Concierto para violín, opus 61, de Elgar, por la correspondencia y complicidad inglesas y, sobre todo, por contar con un solista tan solidario como Kolja Blacher, ex concertino de la Filarmónica de Berlín y en la actualidad primer violín de la Orquesta del Festival de Lucerna. El primer movimiento hizo presagiar lo peor. Harding dirigió impulsivamente, pero de una forma rutinariamente previsible, con poca variedad de recursos, batiendo repetidamente de abajo hacia arriba con la mano izquierda y desplegando elásticamente la batuta con radios amplios en todas la direcciones con la derecha. Con mucha energía y poco matiz, como si las ideas estuviesen estancadas. Blacher estaba en otro mundo con su violín.
Contención
Algo debieron hablar aprovechando una pausa facilitada por la lentitud en la incorporación a sus localidades de una pareja de rezagados espectadores, porque todo cambió en el segundo movimiento y se mantuvo en el tercero. De entrada, apareció la elegancia en el fraseo y la compenetración ceñida con el solista. Pero lo más importante es que se empezó a sentir la atmósfera sonora del compositor inglés, y la contención y el buen gusto ocuparon el lugar de la efusión y desmesura juveniles. Blacher estuvo espléndido -con belleza de sonido y equilibrio en la línea- y el concierto terminó en punta.
Quedaba lo más difícil: la Cuarta sinfonía, de Brahms, esa obra maestra llena de complejidad y hermosura crepuscular. Pues bien, Harding no solamente cumplió sino que sorprendió con una lectura sosegada, contemplativa, con un sonido limpio y cálido, incluso pastoril. Los tres primeros movimientos se desarrollaron en una atmósfera sin ningún tipo de retórica. La atractiva fórmula camerística se aplicó asimismo al cuarto, pero las cosas no fluyeron con la misma capacidad de convicción. Faltó, quizá por ir hasta el final con una lectura coherente, grandeza, monumentalidad, aliento poético en ese diálogo-homenaje con la música de Bach. Pero lo escuchado hasta entonces había valido la pena. Y, las cosas como son, tiene más mérito salir airoso con Brahms que con Shostakóvich o Schönberg, pongamos por caso.
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