_
_
_
_
Cuando soy buena soy mejor | CULTURA Y ESPECTÁCULOS
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Arte y artefactos

¿No sienten, en ocasiones, inesperadamente, nostalgia por los tiempos en que cualquier descubrimiento cultural, sobre todo compartido con amigos, no sólo nos abría perspectivas insospechadas sino que extraía de nosotros emociones desconocidas? No resulta fácil, ni por la edad ni por la época, sentir de nuevo ese temblor de la devoción por un estímulo nuevo que compartimos gozosos. Recuerdo con la piel la primera vez que estuve en el Museo del Prado, el olor de los árboles del paseo en mayo, mientras me disponía a visitar aquel templo desbordante de tesoros. Me detuve frente al tríptico de El Bosco, y permanecí allí durante horas, atrapada por su influjo, demasiado alterada para apreciar cualquier otra obra. En los días siguientes regresé, volvía una y otra vez, atraída por cada detalle de El jardín de las delicias. Aquel descubrimiento mío se convirtió en tema de conversación con mis amigos de Madrid, y hubo uno que, benévolo, al advertir mi falta de formación, me acompañó al Prado, me lo enseñó y me dio una lección de historia del arte.

¿Qué van a compartir con los amigos? ¿La emoción de haberse bajado una nueva sintonía para el móvil?

Dicen que tal asignatura, Historia del Arte, va a desaparecer, junto con otras Humanidades, en la nueva Ley de Educación. Si es cierto, resulta deprimente. Culturalmente deprimente. Porque significa que no sólo los jóvenes no la estudiarán, sino que con el tiempo se extinguirá cualquier posibilidad de que alguien agreste, como yo en mi juventud, se tropiece con un maestro improvisado. ¿Qué van a compartir con los amigos? ¿La emoción de haberse bajado una nueva sintonía para el móvil?

Pero no hay sorocho cultural que no reciba alivio y consuelo en El Escorial, durante ese par de meses, julio y agosto, en que la Universidad Complutense organiza los Cursos de Verano. Multitud de seminarios y talleres se entrecruzan, y el interés por las materias crea un ambiente estimulante. Allí me invitaron para lo impensable, dirigir un taller de cinco días sobre articulismo, a mí, que recibí un abismo menos de estudios que los alumnos que tuvieron la gentileza de apuntarse al asunto. Cuando revisé sus currículos me quedé transpuesta: carrera, seminarios, talleres, masters. Cielos. No sólo en los tres alumnos más mayores, que son profesionales, cada cual a su manera, sino en los jóvenes que están empezando a estudiar Ciencias de la Información, o en los que están terminando, o en los que venían de otras disciplinas. Es cierto que a la gente de ahora se le ofrece mucha teoría de este oficio. Sin embargo, se les niega algo de lo que yo dispuse a discreción: aprendizaje, práctica.

La experiencia resultó, en lo que a mí respecta, vivificante. Cuando entré en la sala y vi la disposición de las mesas, di instrucciones de cambiarlas. "Esto no es un aula", les dije. "Esto va a ser una redacción". Y les obligué a escribir una columna sobre incendios forestales. Inmediatamente me odiaron con ese odio contestatario con que deben ser acogidos los buenos jefes. Escribieron, se interesaron, y aún me traje "deberes" para casa. El penúltimo día les propuse algo realmente fuerte, sobre todo para los 10 más jóvenes: una visita al Valle de los Caídos. Una vez allí no tuve que decirles nada. El monumento más horrible de la Cristiandad tiene la ventaja de que habla por sí mismo. Explica lo que supuso para los españoles el franquismo aliado con el nacionalcatolicismo. Todos sabían que aquel ultraje en piedra fue construido con la sangre de los vencidos. Al día siguiente me entregaron sus mejores columnas.

Como un regalo más de la vida, en mi última noche en El Escorial, que coincidía con la ceremonia de clausura, disfruté de un descubrimiento estético cercano a los de mis verdes años. Sucedió en el claustro principal bajo del monasterio: un concierto a cargo de la Orquesta de Cámara Vox Aurae, de Brescia, con instrumentos de la época. Vivaldi y Boccherini nunca sonaron mejor para mí. A la salida, en el patio de armas, las estrellas aparecían empalidecidas por el resplandor de las torres y de las cúpulas iluminadas. En mi cabeza se fundían las notas que acababa de escuchar con la mejor imagen que tengo, y también es musical, de Felipe II, en la ópera Don Carlo. Es al principio del acto cuarto (versión de cinco actos), cuando el emperador, encerrado en su estudio, inmerso en la infinita soledad de este edificio, de estructura tan compleja como el corazón humano, se lamenta: "Ella jamás me amó... No, no siente amor por mí".

Si nadie me hubiera enseñado a apreciar ciertos patrimonios del alma que hoy no cotizan en Bolsa, aquella noche en El Escorial no habría resultado ni la mitad de emocionante y placentera. Piénsenlo, queridos gobernantes y otros artefactos.

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_