Imágenes de un mundo perdido
George Catlin quedó un día de 1828 fascinado por un grupo de indios, y se volcó desde entonces en retratar las vidas de unas tribus que veía en peligro de extinción. Su 'Indian Gallery' reúne las obras de su aventura
Una melancolía opresiva lo acompaña a uno durante todo el recorrido por la Indian Gallery de George Catlin, en las salas no muy frecuentadas del Museo del Indio Americano de Nueva York, que ocupa el edificio de la antigua Aduana, en la punta sur de Manhattan. El edificio tiene un énfasis de escalinatas, columnas y esculturas y bajorrelieves alegóricos, que representan la pujanza de la Industria y el Comercio, la Navegación, los Continentes, el Progreso. Pero en el museo que desde hace no muchos años se instaló en él lo que se atesora sobre todo son los testimonios del mundo que se extinguió a causa precisamente de las fuerzas entronizadas en las alegorías de su fachada granítica. El edificio de la Aduana es un monumento colosal a la gran expansión americana que tuvo durante mucho tiempo su puerto más activo de entrada y salida en Nueva York. A principios del siglo XVII, por estos mismos parajes, un grupo de indios vendió la propiedad de la isla a unos comerciantes holandeses. Algo más de doscientos años después, los herederos y sucesores de aquellos comerciantes habían ocupado una parte considerable del continente enorme que se extiende más allá del río que limita la isla por el oeste, y los descendientes de los nativos o habían desaparecido o se retiraban hacia el interior en una diáspora amarga y destructiva que los borró sin misericordia y en muy poco tiempo de las tierras que habían sido suyas durante milenios.
Catlin es un personaje paradójico, no menos digno de estudio que los jefes indios a los que retrató con tanta devoción y constancia
Viajó cada vez más lejos por las Grandes Praderas, poseído por una voluntad incansable de pintar y registrar por escrito todo lo que veía
En 1830, el Congreso de Estados Unidos aprobó la Indian Removal Act, que expulsaba a todas las tribus indias del territorio al este del río Mississipi. Ese mismo año llegó a Saint Louis, capital de la Frontera, junto al río Missouri, el artista George Catlin, que había empezado su carrera unos años antes en Filadelfia, especializándose en miniaturas y retratos, pero que tenía la ambición de convertirse en pintor de lienzos históricos. No era ya joven -había nacido en 1796- y sus perspectivas de éxito no parecían muy prometedoras, dado el punto de rudeza que se observa en los retratos formales que pintaba por encargo. Pero en 1828 recibió una especie de iluminación, según contó él mismo: vio, en Filadelfia, a un grupo de indios que habían viajado desde el oeste en una visita oficial, y el espectáculo de sus figuras, de sus actitudes y ropajes, de las pinturas con que se adornaban, le convenció de golpe de que aquél era un tema "digno de toda una vida de entusiasmo".
A principios del verano de 1832, armado con sus lápices, pinceles, cuadernos, pinturas y lienzos, tomó en Saint Louis el vapor de rueda Yellowstone, en el que empezó un viaje de más de 2.500 kilómetros siguiendo hacia el norte el curso del río Missouri. Sólo en ese verano visitó a dieciocho tribus distintas, y pintó cerca de doscientos óleos, la mayor parte de ellos retratos. En los años siguientes, en compañía de tramperos o de exploradores y soldados, viajó cada vez más lejos por las Grandes Praderas, poseído por una voluntad incansable de pintar y registrar por escrito todo lo que veía, por una urgencia de levantar testimonio de un mundo que sabía tempranamente amenazado de extinción. El resultado de aquellos años de viajes se puede ver casi intacto en las casi quinientas pinturas y en los numerosos objetos reunidos en el Museo del Indio Americano de Nueva York: retratos, sobre todo, pero también paisajes y escenas detalladas de ritual, de cacería y vida cotidiana.
La mirada colonial -lo mismo la altanera y despectiva que la idealizadora- tiende a fijar a la sociedad primitiva en un tiempo estático, en una eternidad ancestral, ajena a la Historia y anterior a ella. Parte del talento de Catlin consiste en resaltar que las sociedades indígenas de Norteamérica estaban viviendo una época de transición y conflicto, provocada en parte por el choque traumático con una civilización tecnológica muy desarrollada y depredadora, pero también por sus propias tensiones y sus dinamismos interiores. Las comunidades patriarcales de cazadores a caballo de búfalos y cruentas iniciaciones religiosas a la vida adulta y masculina estaban ya amenazadas cuando Catlin se encontró con ellas, pero no tenían nada de inmemoriales en su origen: se remontaban, como máximo, a dos o tres generaciones, porque ése era el tiempo que había pasado desde la domesticación efectiva de los caballos salvajes, que a su vez eran una novedad reciente en el paisaje de las grandes praderas, dado que procedían de los caballos traídos por los conquistadores españoles. La extinción casi completa de los bisontes fue un logro brutal de los cazadores blancos armados con rifles, que los mataban con la doble finalidad de alimentar a los trabajadores del ferrocarril y de privar a los indios de su medio de sustento, de combustible, de vestido y vivienda: pero también los indios mataban bisontes indiscriminadamente, según testimonios confirmados por las pinturas de Catlin, y no dudaban en intervenir sobre el paisaje natural con una contundencia que escandalizaría a los creyentes incondicionales en el sabio ecologismo de los primitivos: incendios de amplitud inmensa eran propagados para eliminar los brotes de monte bajo y asegurar la perduración de las praderas en las que pastaban bisontes y caballos. En un óleo pintado en el verano de 1832, Catlin representa una extensión horizontal de yerbazales amarillos por la que unos jinetes diminutos en la distancia huyen de las nubes negras de un incendio que cubren el cielo. En otro, los cazadores a caballo de la tribu Hindasha rodean a una manada de bisontes y disparan sus flechas contra la masa negra y compacta de los animales acorralados: algunos han saltado de los caballos sobre los lomos de los bisontes y les clavan hachas y lanzas en los testuces montañosos.
George Catlin es un personaje extravagante y paradójico, no menos digno de estudio que los jefes indios a los que retrató con tanta devoción y constancia. Era un pintor, pero también un hombre de negocios a la manera americana, un enamorado de las ideas románticas del Buen Salvaje y del Estado de Naturaleza y a la vez un adelantado del show business, un testigo escandalizado de los abusos que se cometían con los indios y un aprovechado que los llevaba de gira en troupes lamentables por los teatros de Europa, acompañando las exposiciones de la Indian Gallery, con la que nunca llegó a hacer fortuna. Hacia 1836 terminaron sus viajes por territorio indio, y la parte principal de su carrera de pintor. A partir de entonces comienza su vida de empresario y promotor de sí mismo, que lo llevó primero a las principales capitales del Este, y luego a las de Europa, siempre predicando a favor de los indios de las grandes praderas y siempre haciendo caja, sin muchos escrúpulos pero también sin beneficios sustanciales, con sus pinturas, sus artefactos y sus espectáculos de danzas indígenas, en ocasiones interpretadas por asalariados europeos con las caras pintadas y con tocados de plumas.
La Indian Gallery que se ha podido visitar estos meses en Nueva York es una sombra del equipaje estrambótico con el que George Catlin desembarcó en Liverpool en 1839: 310 retratos de indios, 197 escenas de la vida de las tribus, una tienda auténtica de piel de bisonte de ocho metros de altura, varios baúles llenos de ropas, artefactos, armas y tocados, y además dos enormes osos pardos. Los restantes 33 años de su vida los pasó recorriendo Europa, organizando exposiciones de sus pinturas y espectáculos de danzas indias más o menos falsificados, buscando en vano un mecenas que le comprara su colección y lo pusiera a salvo de la ruina.
En 1844, un grupo de indios Ojibwe (esta vez auténticos) acompañó a Catlin en una visita al castillo de Windsor, en el que interpretaron sus danzas y sus gritos de guerra delante de la reina Victoria, quien quedó muy gratamente impresionada. En 1845, advirtiendo el cansancio del público inglés, Catlin decidió buscar nuevos horizontes y viajó a París con sus colecciones y con una escolta de indios Iowa, con los que fue recibido en audiencia por el rey Luis Felipe, que había recorrido en su primera juventud el Oeste americano. En 1846, Charles Baudelaire vio los cuadros de Catlin y escribió con entusiasmo sobre ellos, y los siguió recordando muchos años después. Le embriagaban, decía, los rojos y los verdes, los rojos de las pinturas de guerra en los retratos, los verdes delicados de los paisajes, que transmiten una impresión poderosa de horizontalidad vacía y de espacios abiertos, de la amplitud oceánica de las praderas. Mirando en Nueva York esos cuadros que vio Charles Baudelaire en París hace casi ciento sesenta años, su agudeza incomparable de crítico de la pintura me hace percibir mejor el talento de Catlin, no siempre reconocido por los historiadores académicos: "Me impresionaban sobre todo sus cielos, a causa de su transparencia y de su ligereza".
Catlin, pintor frustrado de cuadros históricos, había buscado en los indios de las praderas una grandeza heroica, inspirada a la vez por la estatuaria antigua y por la nostalgia roussoniana de un imposible Estado de Naturaleza. Y es de la Antigüedad de lo que se acuerda Baudelaire mirando los retratos de sus jefes indios: "Por sus bellas actitudes y la naturalidad de sus movimientos, estos salvajes hacen comprender la escultura antigua... Nos hacen soñar con el arte de Fidias y con las grandezas homéricas".
Pobre y fracasado, habiendo sobrevivido a la quiebra, al embargo de sus colecciones, a la muerte de su mujer y de su hijo, a la pérdida de sus tres hijas, cuya custodia le había sido quitada al declararse en bancarrota, George Catlin volvió a los Estados Unidos después de una ausencia de treinta y dos años. Sus viajes por las Grandes Praderas y sus encuentros y aventuras con los indios orgullosos y libres, no corrompidos por la civilización, a los que tanto admiraba, serían ya recuerdos tan lejanos que se le confundirían en la imaginación con las leyendas románticas que él mismo había alimentado. Murió en Jersey City en 1872, "destruido por el trabajo sin descanso y las esperanzas no cumplidas", cuenta un biógrafo, sin haber encontrado todavía ninguna institución pública o benefactor privado que quisiera comprarle sus colecciones. Por entonces, sus vaticinios más sombríos de treinta y tantos años atrás se habían cumplido, y las tribus cazadoras y guerreras de las llanuras del Oeste habían sido diezmadas, expulsadas de sus territorios, desterradas en reservas estériles, arruinadas por el alcoholismo y las epidemias. Gracias a los cuadros de la Indian Gallery de George Catlin nos queda un testimonio espectral de aquel mundo. Qué raro salir de la exposición, bajando las escaleras ampulosas de la antigua Aduana, y encontrarse en el arranque sur de Broadway, a un paso de la congestión urbana y los desfiladeros sombríos del distrito financiero de Manhattan. Dicen que Broadway sigue el trazado de un antiguo sendero indio. Los fantasmas de los héroes pintados de rojo de Catlin, con "esa gravedad y ese dandismo patricio que caracterizan a los jefes de las tribus poderosas", según Baudelaire, lo acompañan melancólicamente a uno hasta la boca del metro.
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