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Ciencia recreativa | GENTE
Columna
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Meyranx y Laurencet

Javier Sampedro

La historia de la ciencia está sembrada de víctimas. Admírense del caso de Meyranx y Laurencet, dos jovenzuelos naturalistas de la campiña francesa que, en 1830, tuvieron la extraña ocurrencia de que los moluscos venían a ser lo mismo que los vertebrados. Doblas a un vertebrado hacia atrás hasta romperle la columna, de modo que su nuca quede pegando a las nalgas, y te sale un calamar. Los dos torreznos escribieron su teoría en un borrador y se lo mandaron a la Académie des Sciences, donde cayó en manos de Étienne Geoffroy Saint-Hilaire, uno de los dos naturalistas más destacados de la capital (el otro era Georges Cuvier). Geoffroy no pudo reprimir su júbilo al ver el trabajo de Meyranx y Laurencet. Era exactamente lo que necesitaba para machacar a Cuvier, y le había llegado justo en vísperas del gran debate. La fortuna le era propicia.

Doblas a un vertebrado hacia atrás de modo que su nuca quede pegando a las nalgas, y te sale un calamar

Geoffroy tenía entonces 58 años. A los 20 había arriesgado la vida para salvar a sus profesores de la guillotina, y a los 26 acompañó a las tropas de Napoleón en su invasión de Egipto y se trajo de vuelta un buen cargamento de momias. No momias humanas, sino de gatos y pájaros. Napoleón debió quedar contento, porque años después, en 1807, le volvió a llamar para que se hiciera con las colecciones de los museos portugueses, encargo que cumplió con buen tacto y mejor diligencia.

Pese a ello, Geoffroy tenía mucho más talento como anatomista que como, por así decir, viajante de antigüedades. Habiendo diseccionado a cuanto bicho tuviera la mala fortuna de caer sobre su mesa de trabajo, el científico descubrió profundas claves ocultas entre la engañosa exuberancia del mundo animal. Postuló tres leyes para los vertebrados: que ningún órgano aparece o desaparece súbitamente (de ahí los vestigios como el apéndice del intestino humano); que un órgano sólo puede crecer a expensas de otro y que la estructura profunda de cada órgano, ala, pata, pierna o brazo, es la misma en cualquier especie. Por ejemplo, la aleta de una ballena puede parecer muy distinta de un brazo humano, pero su arquitectura es la misma: húmero, cúbito, radio, carpo, metacarpo y todo lo demás.

Geoffroy no tardó en extender esa filosofía unitaria y simplificadora a los artrópodos (insectos, gambas y cosas así), y fue ahí donde topó con su viejo amigo Cuvier, cuyo sistema de clasificación requería una separación infranqueable entre los vertebrados y los artrópodos. El Creador, según Cuvier, había utilizado varios prototipos de diseño animal, y no andaba mezclando unos con otros de esa manera chapucera. Hacia 1830, Geoffroy había derivado hacia el evolucionismo de manera escandalosa, y la Académie des Sciences organizó un debate para que los dos antiguos amigos dirimieran sus diferencias en público. La teoría de Meyranx y Laurencet sobre la unidad oculta de los vertebrados y los moluscos le llegó justo a tiempo. Todos los animales eran una y la misma cosa. Eso acabaría de pulverizar a Cuvier.

Pero Cuvier era un hueso duro de roer. Utilizó su amplia sabiduría biológica y su justamente célebre elocuencia para aplastar a Geoffroy, a Meyranx, a Laurencet y a sus calamares con la espalda rota, y allí nadie volvió a levantar cabeza.

Geoffroy llegó a escribir: "El mundo externo tiene un gran poder para alterar la forma de los seres vivos. Estas modificaciones son heredadas, y si conducen a efectos dañinos, los animales que las exhiben perecen y son reemplazados por otros de una forma algo diferente, una forma cambiada que se adapta mejor al nuevo entorno". Publicó esa frase en 1833. Darwin, que estaba entonces en plena travesía del H. M. S. Beagle, no publicó su teoría de la evolución hasta 1859, y para entonces Geoffroy llevaba 15 años enterrado. De Meyranx y Laurencet no ha sobrevivido ni su borrador, que jamás llegó a publicarse.

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