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Ciencia recreativa | GENTE
Columna
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¿De dónde venimos?

Javier Sampedro

Ustedes habrán visto el dibujo mil veces: un infame mono que ni siquiera intenta disimular su condición se va irguiendo poco a poco a través de ímprobos y sucesivos apartamientos de su humillante naturaleza cuadrúpeda hasta pronunciar el discurso del método o cosa similar. Es una entrañable estampita victoriana, pero no mucho más fiel a la realidad que las portadas antiguas de De la Tierra a la Luna, de Julio Verne. Sí, ya sé que Verne predijo los viajes a la Luna, pero esos cohetes de latón remachado y equipados con tubo de escape de serie, o de serie B, no pasan de ser un chiste, y no de los mejores.

Según sabemos hoy, es más realista dibujar la evolución humana de esta forma: hay unos chimpancés o cosa similar; luego aparecen unos ardipitecos; luego, varias especies de australopitecos; luego varias especies del género Homo, y... se acabó, porque nosotros somos precisamente una especie del género Homo, el Homo sapiens, supongo. ¿De dónde salen todas esas especies? ¿No sería más fácil que una especie única ascendiera gradualmente a los cielos darwinianos? Tal vez no, según vienen revelando ciertas exploraciones de la vanguardia genética. Fíjense en este experimento del laboratorio de David Botstein, de la Universidad de Stanford en California (PNAS, 99:16144).

¿Ven ahora el problema del dibujo victoriano? Una especie tiene una capacidad limitada para adaptarse

La levadura de panadero, o de cervecero, está hecha de células como las nuestras (células eucariotas), pero que viven sueltas por ahí. Por supuesto, les gusta el azúcar. De manera sádica, Botstein las hizo crecer en un medio con muy poco azúcar durante unos cuantos centenares de generaciones, y recogió ocho cepas mutantes que se habían logrado adaptar a los tiempos duros. Seis de ellas habían roto su genoma en ciertos puntos y habían cosido los fragmentos en distinto orden. Y la posición de esos puntos no es azarosa: están cerca de genes claves para la utilización del azúcar como combustible. Tres mutantes, por ejemplo, habían descubierto de forma independiente el mismo punto de rotura, un punto que activa un gen clave adyacente y permite así un uso más eficaz de la glucosa.

¿Qué tienen de especial esos puntos? Tienen trasposones. Ya los vimos ayer. Barbara McClintock los descubrió en el maíz en los años cuarenta, y son trozos de ADN capaces de saltar de un lugar a otro del genoma, y de activar o reprimir al gen de al lado. El salto no siempre es perfecto: si un extremo salta bien pero el otro no, el trasposón arrastra consigo medio cromosoma hasta su nueva posición. Eso es un punto de rotura. Botstein ha encontrado trasposones en todos los puntos de rotura de sus levaduras mutantes. Por eso los puntos de rotura no ocurren al azar: porque sólo ocurren donde ya había trasposones.

Botstein y sus colegas concluyen: "Nuestros resultados apoyan la idea, que todavía es necesariamente una especulación, de que al menos algunos trasposones de la levadura están en posiciones que otorgan una ventaja selectiva a la población". Es decir, que no es que el trasposón sea ventajoso para el individuo que lo lleva, como requiere el darwinismo, sino que lo es para la especie en su conjunto, porque en caso de crisis ofrece a ésta una vía rápida de escape: la posibilidad real de evolucionar hacia otra especie mejor adaptada a las duras condiciones que imponen los tiempos.

Hay, por cierto, unos 300 trasposones similares en el genoma de la levadura. Y también los hay en el genoma humano, como el LINE 1 que vimos ayer, un trasposón con querencia por los genes importantes para el desarrollo del cerebro. ¿Ven ahora el problema del dibujo victoriano? Una especie tiene una capacidad limitada para adaptarse. Cuando el entorno aprieta demasiado, puede ser preciso movilizar a los trasposones de McClintock y convertirse en otra especie distinta. Buen truco, Barbara.

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