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Filmoteca de verano | GENTE
Columna
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Cárceles y control de pasaportes

Turquía no tiene suerte con el cine. Ni El expreso de medianoche ni La pasión turca están bien vistas por las autoridades de aquel país. En el caso de El expreso de medianoche, estrenada en 1978, pasaron años antes de que pudiera verse en Turquía. Todavía hoy, cuando una televisión alemana o francesa intenta programarla, arrecian las protestas de sectores aprensivos y sensibles de la inmigración. Basada en hechos reales, deformados en nombre del dinamismo narrativo y del sensacionalismo emocional hollywoodiense, la película narra el calvario de Billy Hayes, turista norteamericano de viaje en Estambul. En 1970, Hayes cometió la temeridad de comprar dos kilos de hachís como souvenir, ser detenido en el aeropuerto y convertido, nunca mejor dicho, en cabeza de turco de una cruzada contra los traficantes extranjeros. La película denuncia la situación de las cárceles turcas y cuenta con un torturador tan malo que casi consigue que parezca de mentira. Para añadirle maldad a este villano, se destacó su capacidad para sudar, una reacción física que, en principio, debería carecer de ideología. Para subrayar su estado de ánimo, el detenido insulta al tribunal que lo juzga y se permite el lujo poco verosímil de extender sus insultos a Turquía y a sus habitantes.

Tampoco entienden que todos los nativos que aparecen en pantalla sean feos, corruptos y violentos

Que organizaciones de aquel país consideren la película una agresión es lógico. Es el problema de dar por real una recreación ficticia inspirada en una realidad igualmente escandalosa. Los detractores dicen que el director Alan Parker y el guionista Oliver Stone fueron abiertamente racistas. Argumentan que el libro original de Hayes no incluye a ninguna novia, que admite viajes anteriores relacionados con la droga y que, ante los jueces, no hizo ningún mitin llamando cerdos a los turcos. Tampoco entienden que todos los nativos que aparecen en pantalla sean feos, corruptos y violentos, ni que los turcos estén interpretados por actores armenios y griegos (La pasión turca también recurrió al parisiense de origen griego Georges Corraface para su protagonista turco, un caso de dislexia geográfica acorde con una industria que toleró que Charlton Heston fuera El Cid y Elizabeth Taylor Cleopatra).

Cuando le detienen en el aeropuerto de Estambul, Hayes ignora que le caerán cuatro años de cárcel y que el tribunal le rematará a cadena perpetua. El momento previo a su paso por el control de pasaportes describe bien la angustia de quien está cometiendo un delito. Es una realidad que, en el caso de los traficantes y consumidores de drogas, presenta cifras espeluznantes. Hace dos meses, el ministro de justicia, Juan Fernando López Aguilar, dijo una frase que deberían repetir las megafonías de todos los aeropuertos: "Si viajan al extranjero, no compren ni trafiquen ni consuman drogas o su vida será un infierno". Las cifras: 1.072 españoles detenidos en el extranjero por esta clase de delitos. Conviene recordar, pues, que aunque sean la base de la economía del país que visitamos, las drogas no entran, en principio, en la categoría de souvenir. Sudor frío, taquicardia, retortijones intestinales, intentos de fingir una calma que no se tiene, el actor Brad Davis consiguió transmitir todas estas sensaciones tan comunes en tantas fronteras. Hay países en los que incluso sin estar cometiendo ningún delito, te acercas al control de pasaportes con el mismo miedo, temiendo que la autoridad reincida en abusos de poder como los que sufrió el auténtico Hayes y, en la ficción, el interpretado por Brad Davis. Por cierto: el actor murió a consecuencia del sida, una enfermedad que no necesita ni visado ni pasaporte para cruzar fronteras.

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