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Reportaje:EL INCENDIO FORESTAL MÁS TRÁGICO EN 20 AÑOS

Donde hubo fuego queda humo

Después de un mes, 11 fallecidos y 13.000 hectáreas de bosque quemadas, la zona del incendio de Guadalajara aún está que arde

El aire desprende un pegajoso olor a barbacoa recién apagada; se adhiere a la piel, al pelo y la ropa. Las piedras y los árboles, los cadáveres de animales calcinados, todo está cubierto por un manto plomizo. Huele igual que cuando, después de hacer una paella o asar unas chuletas en el campo, se le echa un cubo de agua a las brasas. Sólo que esta vez no fue un cubo, sino millones. El fuego alcanzó una extensión de casi 13.000 hectáreas de la zona colindante al parque natural del Alto Tajo en Guadalajara y en él perdieron la vida 11 integrantes de un retén que intentaba sofocarlo.

En Santa María del Espino se han suspendido las fiestas de San Roque. Ha pasado un mes y María Nieves, de vacaciones en el pueblo, no aparta la vista del suelo mientras recuerda su evacuación a Alcolea del Pinar: "Nos trataron muy bien, nos acogieron y se portaron estupendamente". Ella y todos los habitantes de Santa María del Espino tuvieron que salir de sus casas el domingo 17 de julio, ante el intenso humo procedente del incendio. "¿Y esos pobres chicos?", recuerda. "Se dejaron la vida aquí al lado. Es una pena, una pena, cómo vamos a estar para fiestas, haremos una misa por ellos y ya está".

"El colector de agua y que nos den el dinero que rentaba el coto sería un buen comienzo"
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La salida de este pequeño pueblo (cuyo número de habitantes se duplica durante el estío), con su carretera de tierra roja, muestra una amplia paleta de verdes: pino, roble, hierba, aunque supone apenas un rodal del que se sale de golpe, para enfrentarse al gris ceniza, al que cada día vuelven la vista sus habitantes. Los pocos que permanecen en Santa María del Espino durante todo el año, (muchos jubilados) vivieron siempre con el rostro vuelto al monte: cogiendo leña o alimentando a sus animales.

A escasos kilómetros, aún sale humo de entre el estiércol que hay junto a las paredes derrumbadas de las parideras de ganado. Allí el escombro se mezcla con los restos del pienso que completaba la dieta de los animales que pastaban en la zona.

En una dura pendiente de cantos y tierra dos ciclistas se recortan sobre el fondo teñido de gris con sus trajes brillantes y coloridos rompiendo la fúnebre postal. Los poros se obstruyen y el sudor se transforma en una masa negruzca. Tienen los brazos tiznados de ceniza: "Habíamos planeado esta ruta 15 días antes del incendio y, tras pensarlo un poco, decidimos seguir adelante. Por el camino sólo hemos visto esta arquitectura negra. Ni un animal".

Unas pedaladas más arriba les esperan restos de cristales, un parachoques y una manguera amarilla, que parece haberse volatilizado en algunos tramos, calcinada por el fuego. Son despojos de los vehículos donde se abrasaron los 11 miembros del retén con base en Cogolludo que perdieron la vida en Guadalajara.

Una turista posa sonriente sobre una roca, oscurecida por el fuego, frente a la cámara de fotos de sus acompañantes. "La verdad es que no conocíamos la zona y hemos venido por curiosidad". Se miran entre sí. Miran al suelo.

"La gente viene sólo por morbo", escupe Silvia. Ella reside en Riba de Saelices y junto a Jesús y Patricia se lamenta de la pérdida del pinar. Mientras, trabajan con otras ocho personas en los restos arqueológicos de un poblado musulmán que se asienta en la ladera de la Cueva de Los Casares. Sus espaldas se vuelven a los foráneos que, cámara en mano, se acercan a la barbacoa donde se inició el incendio. "Vinieron hace unos días y colgaron un cartel prohibiendo hacer fuego, pero ¡qué se va a quemar ahora!", comentan.

La mayor parte de la población de esta región manchega viene sólo en verano o "muchos fines de semana", dice Jesús. Silvia habita en Riba de Saelices durante todo el año. Sus palabras y su actitud reflejan la frustración de haber luchado contra el fuego "desde el principio y ver que no se hacía nada".

Ninguno quiere hablar sobre este último mes: "Para qué, parece que sólo les interesa la comisión, la lucha política". Aunque la rabia espolea las lenguas: "A nosotros nos da igual que se depuren responsabilidades; lo que queremos es que se haga algo cuanto antes. Y que se nos hubiera hecho caso también cuando todavía se podía parar el fuego", concluye Silvia, con el asentimiento de todos sus compañeros.

En Ablanque, el bar, junto al Ayuntamiento, es un hervidero. Un cartel en la puerta sorprende con el aviso de que hay teléfonos desde los que todos pueden hacer y recibir gratuitamente llamadas. "El cable se quemó en el incendio y no hay línea desde entonces", explica su alcalde, José Miguel del Castillo. Él protagonizó una de las escenas más recordadas tras el incendio, rompiendo a llorar durante la presencia del presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, en la zona afectada. Ahora es el portavoz de la Comisión de Alcaldes del Incendio de Guadalajara y junto a los otros 12 ediles ha iniciado una lucha "por lo nuestro" que empieza a materializarse en las reuniones que, desde que aún se mantenían activas las llamas, mantienen "aproximadamente cada semana".

Las casas que marcan el límite de Ciruelos del Pinar tienen los setos chamuscados y el césped ennegrecido. En el bar, los jóvenes del vecino Luzón, otro de los pueblos evacuados, se ríen y comen golosinas. Menos dulces resultan los lamentos de Jesús López, el alcalde: "El colector de agua y que nos den el dinero que cada año rentaba el coto de caza, serían un buen comienzo". Jesús no ambiciona otra cosa que ver su bosque "como estaba". "Sí, pero no podemos conformarnos sólo con eso, habrá que pensar en el futuro", le replica el edil de Ablanque. "Aquí la mayoría piensa en el ahora, pero es más importante que se lleve a cabo un buen plan de desarrollo", añade.

Aunque sin planearlo, "cada encuentro casual suscita un encendida discusión", comenta José Miguel, mientras su padre, que también fue alcalde en Ablanque, le mira con los ojos empañados. En estos conciliábulos se mezclan las quejas de los que presenciaron impotentes cómo su patrimonio ecológico se desvanecía entre las llamas; la tristeza de los que vieron arder el bosque hace 60 años y han tenido que verlo de nuevo; la decepción de los que creen que nunca volverá a ser lo mismo; la esperanza de los que luchan por que sus hijos conozcan El Ceño Negrillo, la Morra Alta o la Riba, como eran hace un mes.

Un vecino estival que participó en las labores de extinción explica cómo sólo dos días antes, "24 días después del incendio", estuvieron apagando fuego de nuevo. "Pero esta vez en seguida vino un helicóptero", comenta.

Ángel tardó media hora en llegar a la torre de vigilancia de incendios de Morra Alta, después de que su compañero avisase del fuego. "Lleva sólo un año trabajando en esto, no tiene mucha experiencia y pensé que me necesitaría", comenta el vigía. Con los ojos turbios de tristeza mira 360 grados a su alrededor desde la torre. Todo está quemado. Sólo algunas pequeñas bolsas arbóreas recuerdan que hace un mes aquellas 13.000 hectáreas fueron un pinar que albergaba ardillas y corzos y que los esqueletos grises que se yerguen hasta donde la vista alcanza fueron verdes pinos resineros.

Sorprende la ausencia de insectos. La ausencia de ruido. Una nube negra se acerca y empieza a descargar agua con fuerza sobre el abrasado terreno.

Los ojos glaucos de Ángel observan el paraje calcinado. Después vuelve la vista al cielo. "Esto será lo que le dará la vida", exclama, "que llueva".

Luis Cañada, uno de los hijos del cabrero de Ablanque, observa una de sus cabras calcinada.
Luis Cañada, uno de los hijos del cabrero de Ablanque, observa una de sus cabras calcinada.ULY MARTÍN

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