Vuelve pronto
Allí donde se acaba el mundo, en el fin de la tierra, en el rincón que desde Estrabón señalan los cartógrafos, allí tenían a la fea que reunía todos los atributos de la fealdad. Los más cívicos se cuestionaban si de verdad había nacido en la villa.
Pero era inútil, porque todos conocían a sus antepasados, sin mácula, y eso obligaba a aceptarla como un mal sin remedio. Fea, fea y patrimonio de la villa, resignación. Tenía unas rodillas desiguales, una más alta que la otra. Huesos como pedruscos le hinchaban los pómulos. Pliegues de piel en el cuello, pechos aberenjenados y una expresión enfermiza causada por el azote de los vientos atlánticos.
Pero lo peor era la nariz. Longitud de zanahoria, un tercer agujero, un gancho que en el matadero usarían para colgar reses. Llegó a los treinta años antes que las otras, y enseguida a los treinta y cinco, y los hombres solo la rozaban al salir de misa.
En una feria de quincalla se peleó con un gitano, mató a dos e hirió a tres. Lo absolvieron, porque en casos de gitanada los jueces se releían muy bien la legítima defensa
Doce señores que se sentaban muy calladitos no creyeron que hubiera sobrevivido ocho días en alta mar, porque es imposible y porque no sabían gallego
Y, como era costumbre, cuando el luto llegó a su fin, las mujeres dejaron de ir al acantilado. Pero la fea no. Ella perseveraba con obcecación de vaca
¡El rey, el rey, venía el rey! La villa se gastó el presupuesto de tres fiestas mayores en la visita. Se llenaron las calles de banderas patrias, se engalanaron los edificios
Pero un día lo conoció: un mamut. De todos los hombres era el único capaz, con sus manos de primitivo, de partir en dos mitades una Biblia. No sabía reír. Siempre decía la palabra "cojones". Durante la fiesta mayor, cuando los críos le atacaban el orgullo, no podía entender que, justamente, buscaban más la reacción que la ofensa. Durante la matanza del cerdo le dijeron que no era bastante hombre y mató a la bestia de un puñetazo. En una feria de quincalla se peleó con un gitano, mató a dos e hirió a tres. Lo absolvieron, porque en casos de gitanada los jueces se releían muy bien la legítima defensa. Se conocieron, pues. Al día siguiente: te caso o qué cojones hago. Muchos creyeron en milagros menores, la fea se casaba. Y a la salida de la iglesia, mientras sufrían el bombardeo de arroz, la mayoría se preguntaba qué debía ser el horror si eso era el amor.
Pero si ella ya no tendría que vestir santos, él aún tenía que embarcarse. Era marinero. Ella fue a despedirlo al puerto, él ni siquiera giró la cabeza.
Pero el barco del marido no volvió. Y puesto que no volvía el barco, no volvían los marineros. Quince marinos hijos de la villa muertos en alta mar, gran desgracia.
Pero desgracia periódica. Aún pasaron dos meses. Después, como era costumbre, el alcalde declaró luto oficial. Como era costumbre se enterraron ataúdes que para hacer el peso se rellenaban con piedras. Como era costumbre, las mujeres se vistieron de negro y en el funeral se retorcieron en histeria pública, importaba más la manifestación que el sentimiento. Como era costumbre quince viudas de luto riguroso se dirigían cada día hasta el acantilado que dominaba el puerto, con la esperanza de ver un barco que nadie creía que iba a volver; ellas tampoco. Y, como era costumbre, cuando el luto llegó a su fin las mujeres dejaron de ir al acantilado.
Pero la fea no. Ella perseveraba con obcecación de vaca. Nunca había hablado mucho y ahora menos. No le hacía falta. No tenía nada que decir. Iba al acantilado y allí permanecía como una roca, cada día, todos los días, siempre. Iba de casa al acantilado, del acantilado a misa y de misa a casa, todos conocían su trayecto, que no variaba ni por causa de los elementos, ni por las fechas más señaladas, ni por la amenaza reumática. Y cuando la veían pasar de madrugada, camino del acantilado, siempre con sus zuecos negros, sus medias negras, las cinco faldas negras -las solteras llevaban cuatro faldas superpuestas, las casadas cinco y las viudas seis-, el chal negro, el pañuelo negro que le cubría la cabeza, todos se admiraban. Cuando la veían con la cabeza agachada, el rosario entre los dedos, los funcionarios que entraban en los edificios públicos se descubrían las cabezas, los tenderos de ultramarinos y los policías locales la saludaban con una mano, los primeros alzándola con afecto y los agentes con rigor militar. Si coincidían, el alcalde se detenía y la consolaba, quizá volverá hoy, mujer, quién sabe, y al final ya no se sabía quien concedía más honores a quien.
Pero algunas voces, sobre todo las de antiguas compañeras de acantilado, decían que esa, en la que solo se fijó una bestia humana, ahora nos sustrae la atención de los jóvenes y los viejos, de los casados y los bien parecidos.
Pero una mayoría de hombres decía, miradla, allí va la fea, una fe como Dios manda. Nunca fue una mujer guapa pero ahora es una viuda buena. Lo que criticáis es que en ella se manifiesta la virtud que a vosotras os falta, brujas. Y se impuso la opinión de los hombres, claro.
Pero un mes de noviembre la villa acogió la visita del primer secretario y ministro de la guerra, gran honor. Razones de alta estrategia lo habían llevado hasta ese embudo de la geografía. El secretario vino con su gente, la villa aportó treinta más, porque desde el alcalde hasta el último alguacil ningún cargo se quería perder la ocasión de incorporarse a una comitiva oficial. Pasearon por la calles y enseguida llegaron hasta el acantilado, qué acantilado. Así habló el primer secretario, muy admirado:
-Dios hizo el mundo en seis días; domingo descansó y el lunes siguiente, para redondear su obra, creó esos acantilados para instalar a los artilleros en la cima. Seis o siete piezas del ciento cincuenta y ninguna poliorcética naval será capaz de desalojarnos. Que se fortifique.
Y siguió:
-En caso de guerra, señores, ustedes son la retaguardia del país. ¿Qué gabinete sería el nuestro si obviara un ataque por la espalda, fulminante y mortal?
Y si a alguien del séquito local se le ocurrió pensar que en los últimos cien años las únicas guerras que habían llegado hasta allí fueron civiles y venían del interior, no lo dijo.
Pero cuando ya se retiraban, el secretario, que era corto de vista, encogió los ojitos tras las gafas y preguntó por la figura negra que miraba el mar, tan impasible que hasta entonces la había confundido con un arbolito chamuscado por el rayo. Y ante la primera explicación el secretario preguntó que por qué no lo impedían, que era tan pequeñita que el viento se la podía llevar en volandas. Pues porque siempre ha estado aquí, dijo el alcalde, es viuda de náufrago, hace veintinueve años que no falta a su cita con la tristeza. Pero esto es increíble, rigurosamente excepcional, replicó el secretario de la guerra.
-Tienen ustedes aquí unos acantilados admirables, creados por la naturaleza. Pero aún es más admirable la naturaleza de esta mujer.
Ante el silencio:
-¿Es que no lo entienden?
No, no lo entendían.
-Ah, civiles -se expresó con una rara mezcla de desprecio y conmiseración-. Ignoran el drama de la trinchera. En primera línea el regular sufre tres obsesiones crónicas: mujeres, mujeres y mujeres. El enemigo bombardea con metralla, pero también con folletos y pasquines. He aquí el argumento fatal de la propaganda: mientras combatís, vuestra mujer fornica con otro. ¡Si la tropa contara con la abnegación de mujeres como esa, adiós falacia!
Casi irritado:
-La moral, la moral, la moral de la tropa. Esa mujer es un ejemplo de conducta que vale por cuatro divisiones. ¡Señores! ¿Lo entienden ahora?
Pero pese a que algunos pedían al gobierno la recompensa de un puente, y otros una escuela técnica, el sentimiento general se orientaba hacia una estatua con placa de mármol, porque los puentes solo benefician a quienes los cruzan, y las escuelas técnicas a los desagradecidos, que se aprovechan de los títulos, ingresan en las facultades de la capital y nunca jamás vuelven al rincón del mundo. El motivo de la placa, semper fidelissima, la sacaron de una crónica escrita por el corresponsal ese, muy ingenioso. Porque ahora de la fea se hablaba en todo el país y se escribían eso, crónicas con fotos, bajo las cuales figuraban nombres y apellidos, y los notables de la villa se apresuraban a contratar genealogistas para investigar el árbol familiar de la fea, que mira por donde descubrieron que incluía a la mitad de las autoridades.
Pero si alguna disputa apareció fue con motivo del homenaje popular que se le ofrendó, pues antes de que el gobierno hiciera donación de la estatua se consideró de buen juicio dedicarle una cena de multitudes junto a los genealogistas. La sentaron entre los principales, que la trataban con la delicadeza que generan los niños idiotas, los viejos seniles o los gatos persas. Y cuando, entre el tumulto por ocupar silla, el alcalde chilló "¡En el centro la fea y los sabios!", no sabía que remedaba a Napoleón.
Pero a última hora el alcalde ya iba medio piripi, y como acostumbra a pasar con los bebidos creyó que los sentimientos generosos que le atacaban eran suyos, y no del vino, y repicando con un tenedor contra una botella pidió silencio y dijo:
-Si tenemos esta mujer, que es un monumento vivo, ¿para qué necesitamos una estatua, que sólo será de piedra?
Pero el gentío gritó no, no, no, queremos la estatua. La fea sí, pero la estatua también.
Pero una minoría replicó, porque por esa época empezaba a haber republicanos hasta en el fin del mundo y dijeron si, sí, sí, la estatua sí pero la placa no. La fea es muy fea y muy nuestra y muy fiel, pero con la inscripción de la placa dirán que la villa es fidelísima a la monarquía, y no es eso, no, no, no. Antes del segundo plato se aporrearon y se dividieron, y durante los días siguientes la mayoría simulaba que no veía a la minoría cuando se cruzaban por las calles, y al revés, y tan solo se detenían cuando se topaban con la fea, buenos días, mujer, decían con toda la educación monárquica o toda la solidaridad republicana.
Pero las emociones se sobreponían las unas a las otras, porque cuando se acercaba el día de la entrega de la estatua un telegrama de la capital avisó a la alcaldía de que prepararan alojamiento para la guardia de pretorianos guineanos. Intrigado, el alcalde se desplazó hasta la localidad más cercana que disponía de teléfono, y llamó al organismo. Un alto funcionario:
-¿Pero cómo? ¿Los de protocolo no les han avisado de que Su Majestad presidirá los actos? Madre mía.
¡El rey, el rey, venía el rey! La villa se gastó el presupuesto de tres fiestas mayores en la visita. Se llenaron las calles de banderas patrias, se engalanaron los edificios. De los árboles colgaban cintas rojas y gualdas. Establecimientos y comercios se repintaron con rótulos que añadían el "Real", desde la biblioteca hasta los Reales Ultramarinos de la República Argentina. Para los agentes del orden la consigna era que la villa tenía que estar impecable, y pusieron tanto celo que amonestaban hasta a los conciudadanos que llevaban los zapatos sucios. Un bando prohibió el paso por la villa a los équidos que defecaran. Y todo eso cuando aún faltaban diez días para la visita.
Pero cuando los republicanos empezaron a pintar de negro los pies desnudos de los pobres, y a espetar a los agentes "hala, ríñeles ahora por llevar los zapatos sucios", y cuando el bromista ese hizo circular a su burro con un tapón gigante en el culo, se prohibió toda manifestación republicana o animal, cagaran o no, se calzaran o no, y punto final.
Pero todo fue muy fácil, porque todo el mundo tenía tantas ganas de ver al rey que hasta los republicanos de primera hora afirmaban que no, que ellos estaban a favor de la república pero que no estaban en contra del rey, muy humano y conocido por sus obras de beneficencia con los huérfanos. Después de todo ¿quién puede estar en contra de los niños huérfanos?
En la estación de tren se construyó una tarima de madera con aspecto de patíbulo, guarnecida con banderas patrias y guirnaldas de mil colores, presidida por el escudo monárquico, bajo el que se había bordado con hilo dorado el lema semper fidelissima. No me toquen a la fea, se excitaba el alcalde cuando el exceso de autoridades amenazaba con desbordar la tarima. Por debajo y alrededor la totalidad de los vecinos se amontonaba con desorden de catástrofe. El rey, el rey, el rey, decían cada vez que entraba un tren. Los entendidos decían no, no, aún no es este tren. Y el alcalde ordenaba a la gente que no, que aún no usara las serpentinas, que se acabarían antes de que su alteza desembarcara del vagón. Todos los vecinos estaban armados con su banderita, que movían frenéticamente, y cuando los pasajeros descendían al andén se sorprendían de aquel espectáculo, mirando a derecha e izquierda para saber a quién se dirigían tantos honores. Hoy que hace treinta años que nuestra mujer espera, repetía el alcalde, muy nervioso, porque ese era el inicio del parlamento, había olvidado el resto y como no sabía leer ninguna nota podía ayudarlo.
Pero de repente a la fea se le escapó un oh, y cayó de rodillas, los ojos abiertos. El alcalde y los otros a duras penas pudieron sostenerla antes de que se derrumbara del todo. Oh, oh, oh, repetía la fea, moviendo la cabeza como lo haría una tortuga que delirara. Uno de los viajeros del tren, un hombre muy grande con una maleta muy pequeña, vestido con ropa de fortuna, tuvo la osadía de subir hasta la tarima. Silencio general.
-¿Pero como collós sabíades que viña oxe?
Le explicó que tras el naufragio pasó ocho días y ocho noches encima de un madero. Pese a que se bebieron sus orines, todos los otros murieron. Él no. Le explicó que un barco de guerra americano lo había sacado del agua. Una vez en el puerto lo condujeron ante el juez Philips, no sabía porqué. Luego lo visitó un abogado que olía a whisky. Le contó que venía de Galicia, y en el juicio alguien trajo a un traductor del ruso. No fue un juicio propiamente dicho, porque era su palabra contra la del capitán del barco que le había salvado. El capitán se presentó con su uniforme, muy bonito, y sus medallas, muy relucientes, y contó que el acusado, sin duda alguna, pertenecía a la tripulación del barco esclavista hundido por sus cañones el día anterior al rescate. Doce señores que se sentaban muy calladitos no creyeron que hubiera sobrevivido ocho días en alta mar, porque es imposible y porque no sabían gallego. Los doce señores escribieron un papelito, que leyó el juez, y en el que se aseguraba que tendría que pasar el resto de su vida en un presidio.
-En América hay un sitio que se llama Mississippi, lleno de presidios que están llenos de presidiarios picando piedra. Muchos son negros, quiero decir tan negros como los negros de África. Un día el presidente me escribió una carta. Sí, a mí. En América las cartas que escribe el presidente son muy bonitas y se llaman indultos. El amo del presidio me dio unos cuantos billetes y me deseó suerte, muy amable. ¿Y tú, mujer?
Pero él no sabía que como más se reitera un sueño menos deseable es. Cuando la fea, tan pacífica, le puso un plato encima de la mesa con ese gesto brusco, el hombre, con infinita sorpresa, pese a una inteligencia más delgada que los alambres, supo entender lo que su mujer le estaba diciendo con un plato de sopa mal puesto.
Tan feliz que llegué a ser cuando tú no estabas, ¿por qué has vuelto?
Albert Sánchez Pinyol
Nació en Barcelona en 1965. Estudió antropología, fue corredor de seguros, escribió biografías como 'negro'; se fue a hacer su tesis sobre los pigmeos, pero escribió un ensayo sobre ocho dictadores africanos; redactó enciclopedias, y en 2002 escribió en catalán 'La piel fría', origen de una trilogía fantástica de terror que ha sido traducida a varios idiomas. 'Pandora al Congo' (La Campana, en catalán) o 'Pandora en el Congo' (Suma de Letras, en español) saldrá en septiembre y noviembre.
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