Una orla para toda la humanidad
No hace mucho, una amiga me enseñó con bastante orgullo la fotografía de su orla académica. Allí estaba ella, con el pelo corto, guapa como nadie, licenciada y uniformadísima, junto con otros compañeros de promoción. Unas doscientas fotografías tamaño carnet, delimitadas por un marco marrón oscuro, presiden desde hace una semana su nuevo despacho en la calle Balmes de Barcelona. Como yo, por desgracia, no tengo ninguna licenciatura, enseguida me invadió una mezcla entre envidia y sentido de la justicia. ¿Por qué no existía una orla para toda la humanidad, una inmensa cartulina blanca con las fotografías de los seis mil millones de humanos que poblamos el planeta? Si convertirse en abogado, o en físico teórico, o en periodista, es un orgullo enmarcable, ¿por qué no ha de serlo también convertirse en ser humano? Invadido por este repentino ataque de comunismo fotográfico, empecé con urgencia a calcular el tamaño de esa gigantesca orla universal.
Las matemáticas son así, tienen el extrañísimo poder de comunicarnos cosas de repente, sin que ellas se den cuenta
Para simplificar las cosas, hagamos a cada uno de los habitantes del planeta Tierra una foto carnet perfectamente cuadrada, de tres centímetros de lado. Si multiplicamos por tres la raíz cuadrada de seis mil millones y elevamos el resultado al cuadrado, obtendremos al instante la extensión de esa orla universal. Las matemáticas son así, tienen el extrañísimo poder de comunicarnos cosas de repente, sin que ellas mismas se den cuenta. Las caras fotografiadas de absolutamente todos los habitantes de este planeta ocuparían 5,4 kilómetros cuadrados, la extensión típica de cualquier pequeña aldea española. Sería interesante ver esas caras planas desde lo alto de la torre de la iglesia; toda la humanidad a nuestros pies, sobre una inmensa cartulina blanca. Seis mil millones de seres desconocidos y, de vez en cuando, de forma excepcional, la cara sonriente de un famoso. Allí estaríamos todos los que todavía estamos vivos: jefes, empleados, torpes, genios, ex novias, amigos a los que perdimos la pista hace años, talentos de la música, estafadores, locutoras de radio, parados, escritores solemnes, hombres del tiempo, futbolistas, dueños de tiendas de comida para perros, guardias urbanos, estrellas del porno, humoristas, propietarios de Seat Panda, niñas generosas, ancianos altivos, jóvenes vanidosos, tías buenas; los preciosos seis mil millones de seres que se licenciaron como humanos al nacer. Tal vez la mezcla de los colores de todas las razas nos crearan la ilusión de un nuevo rostro grandioso, el rostro-suma de todos nosotros, como en esos cuadros que se pusieron de moda hace algún tiempo. Es posible que al vernos juntos nos enterneciéramos un poco y por un momento pensáramos que no tiene demasiado sentido fastidiarnos mutuamente. Pero no seamos demasiado optimistas, porque sería difícil evitar la tentación de bajar de la torre de la iglesia y caminar con prepotencia por la aldea, pisoteando despiadadamente a todos con nuestras botas. Lamento el final previsible, pero, bien mirado, es posible que ya exista esa orla universal.
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