Todos a la cama
Esta mañana me he encontrado en la calle a José Luis Iniesta, un antiguo compañero de colegio. Vive en mi barrio desde hace cuatro años y solemos coincidir algunas veces. De pie, en la calle, hemos recordado el viaje que hicimos a Mallorca todos los alumnos cuando terminamos octavo de EGB. Nos hospedamos en un albergue extrañísimo, con literas de madera y una preciosa encargada de treinta años que tenía los pechos más grandes de todo el sistema solar. Los alumnos heterosexuales fantaseábamos con ella, mirándola y especulando acerca de las posibilidades que tendríamos de llevarla una noche a las literas. Un día descubrimos dónde dormía. La mujer tenía su propia habitación, con una inmensa cama de matrimonio que, según todos los indicios, no compartía con nadie. Ver esa cama provocó que nuestro deseo dejara de ser colectivo para convertirse en algo individual. Ya no queríamos invitarla a las literas, sino que ella nos invitara secretamente a su alcoba. Nosotros no decíamos habitación, sino alcoba, porque nos parecía una palabra muchísimo más erótica. Evidentemente, todos queríamos ser el elegido, pero, por desgracia, éramos todos unos malditos críos para ella.
Treinta chicos en una cama, enredados entre las sábanas, haciendo ingenuas bromas sexuales, oliendo la almohada y riendo como tontos
La última mañana, cuando la mujer fue a Son Servera a comprar diez barras de pan, los chicos decidimos, a modo de catarsis, acostarnos en la cama de nuestra diosa ausente. Treinta chicos en una cama, amontonados, enredados entre las sábanas, haciendo ingenuas bromas sexuales, oliendo la almohada y riendo como tontos. Decidimos no hacer la cama al terminar. Quisimos dejarla desordenada, a modo de protesta por no habernos acostado con ella.
José Luis y yo nos hemos reído mucho recordando estas cosas. Nos hemos despedido y, mientras volvía a casa, me ha parecido bonito imaginar una cama de matrimonio muchísimo más grande que aquella, una cama gigante en la que pudiera acostarse toda la humanidad. ¿Qué tamaño debería tener?
A algunas parejas les encanta dormir abrazadas, otras se expanden y acaparan el ciento veinte por ciento de sus camas, dejando fuera algunas extremidades. Supongamos que cada humano ocupara un metro de cama, una distancia que nos haría sentir relativamente cómodos. Si multiplicamos un metro por seis mil millones obtenemos el tamaño de esa gigantesca cama: seis millones de kilómetros. Nuestra cama universal podría dar 150 vueltas alrededor de la Tierra, liando con su inmensa sábana un planeta que parecería la cara de una momia. Y allí estaríamos todos juntos, rozándonos, suspirando, roncando, soñando, tocándonos, gimiendo, naciendo y matándonos horizontalmente.
Al terminar de escribir este artículo he llamado a José Luis y se lo he leído. Quería saber qué le parecía. Ha sido generoso conmigo y me ha dicho que está muy bien, pero que a mi narración le falta un dato importantísimo. Antes de preguntarle cuál era, él, con un orgullo acumulado durante veintidós años, me lo ha explicado: "Juan Carlos, amigo, ¿estás sentado? He de decirte algo. Yo entré en la alcoba el penúltimo día". He colgado el teléfono y he odiado a José Luis Iniesta durante toda la mañana, pero después le he perdonado, pensando en todas las alcobas en las que yo he entrado y que él jamás podrá conocer.
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