¿Dónde están los teléfilos?
Hoy tengo un día teórico y cabreado porque anoche me estuve riendo como ya no recordaba con una serie cult pillada en el Canal Jimmy de Sky Italia: Curb your enthusiasm, de Larry David, el creador de la genial Seinfield. Los científicos de las neurociencias nos insisten últimamente en que no hay diferencias entre la carcajada y el orgasmo, de acuerdo, pero también añaden que es conveniente para el equilibrio cerebral (hemisferio derecho, tercer piso, ascensor) que el placer de ambos estallidos bioquímicos sea compartido. Con el orgasmo no hay problemas, pero con las carcajadas ante el plasma es más difícil. Lo lógico, inmediatamente después de las risas por los gags de Larry David, es que a los teléfilos nos suene el teléfono para comentar boca a boca los orgasmos de la boca. Y lógicamente el móvil no vibró anoche porque la serie ya no se emite en España, y cuando tuvo su oportunidad en el estupendo Paramount Comedy nuestros teléfilos no se enteraron y ni siquiera dispararon sus blogs para manifestar su entusiasmo por Larry David, un Woody Allen políticamente incorrecto de la Costa Oeste. Aquí, y sólo aquí, la serie fue un fracaso de audiencia y de crítica a pesar del precedente de Seinfield, un hito cómico.
Aquí nadie dice una sola palabra de estos nuevos autores que están cambiando las maneras de ver la televisión
Mis carcajadas solitarias me pusieron de mala leche y encima teórico. Y mi teoría mañanera, luego del primer capuccino, es que nuestros teléfilos no existen como tal raza o son una mierda como minoría crítica capaz de influir con sus entusiasmos caprichosos y eruditos en la masa amorfa de la audiencia, como debería ser su misión evangélica y como ocurre desde hace medio siglo con su contrafigura de pantalla plana, los cinéfilos, que en su día fueron capaces de imponer, gracias a terrorías tipo Cahiers du cinèma y otros inmoderados clubes de fans del mismo estilo antojadizo, toda suerte de furores cinematográficos, algunos francamente disparatados.
Y es que ya está demostrado que, sin la fuerza caprichosa de los cinéfilos, el cine hubiera sido mucho peor y no sólo el norteamericano. Y la llegada a Hollywood de la primera generación de cinéfilos cambió el rumbo de los estudios de Los Ángeles, como demuestra el libro de cine más recomendable de los últimos años (Peter Biskind, Easy Riders, Raging Bulls, Anagrama), que analiza la aportación de los Coppola, Scorsese, Spielberg, Lucas, Bodganovich, De Palma, Lucas y demás cinéfilos empedernidos, y con cierta tendencia a europeizar, en las maneras de producir, realizar y mirar.
Con la televisión ya empieza a ocurrir ese mismo fenómeno generacional y la llegada a las grandes cadenas televisivas de la primera hornada de teléfilos norteamericanos ha revolucionado las ficciones y las risas de la segunda pantalla del siglo pasado. Desde el clásico Steven Bochco (Hill Street, La ley de Los Ángeles o NYPD) hasta los fenomenales David Chase (Los Soprano), Alan Ball (A dos metros bajo tierra), Aaron Sorkin (El ala Oeste de la Casa Blanca), J. J. Abrams (Alias y Perdidos) y el propio Larry Davis, pasando por las estupendas declinaciones de C.S.I. (Anthony Zuicker), 24 Horas (Robert Cochran) o Sexo en Nueva York (Darren Star), muchas de ellas en la cartelera de agosto.
Perdonen este mañanero rollo teléfilo y cabreado, pero es que en este país, mucha cinefilia de autor pasado de siglo, sí, pero aquí nadie dice una sola palabra de estos nuevos autores que están cambiando las maneras de ver la televisión, hacen temblar Hollywood, compiten con éxito (HBO) en el festival independiente de Sundance y ya se habla por todas las partes, menos por una, de la Edad de Oro de las teleseries. Es más, por estos pagos nadie utiliza todavía la voz "teléfilo", ni siquiera los queridos frikis del ciberground (generalmente colgados de Star Trek, los célebres trekkies; españolicemos: trikis), para pronunciar y reconocer un fenómeno global extendido por el planeta. Seguimos diciendo "telespectador", que es un genérico neutro que sólo hace referencia al consumo de imágenes televisivas como si fuera consumo de agua, gas, electricidad, Internet y otros servicios municipales. Hay que estar muy ciegos para no ver en estas o parecidas teleseries de principios de siglo el mismo fenómeno que ocurrió con aquellas pelis raras del siglo pasado que en su tiempo sólo defendían los cinéfilos y que aquí cuenta tan divertidamente bien, como siempre, Sergi Pàmies.
Pues bien, sin teléfilos a pecho descubierto (sólo con frikis clandestinos y con críticos apocalípticos) no hay manera de pasarlo bien ante la tele, que, no lo olvidemos, es un placer transitivo.
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