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Columna
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Dreyer, en verano

Cuando lean estas líneas estaré sentado sobre las dunas de Skagen, justo en la punta de Jutlandia, frente al mar Báltico. No se alarmen, vuelvo enseguida, apenas cuatro días de vacaciones, antes de regresar al verano madrileño que solía ser caluroso y solitario y últimamente es sólo caluroso. Dinamarca es un pequeño país, aparentemente dormido, que le ha regalado al mundo a Kierkegard, Andersen, Douglas Sirk y Carl Theodor Dreyer. Cuatro regalos envenenados. Precisamente, Dreyer anda estos días de visita por Madrid. Dos de sus mejores películas, Ordet y Gertrud, se exhiben en los cines Verdi, y me parece ahora que no hay mejor cura para este verano insensato que pasar un par de tardes en compañía del viejo danés. Antes de que el cine se convirtiera en un espectáculo de mozos y mozas en masa, había directores capaces de hacernos envejecer prematuramente, de ofrecernos un viaje de ida a un lugar que aún nos quedaba muy lejos, pero que algún día reconoceremos, a la fuerza, como propio. Ese lugar somos nosotros mismos.

El talento exquisito de Dreyer nos ofrece una hermosa manera de llegar, un mapa prodigioso para reconocer ese tacto del tesoro que un día tocaron nuestras manos, del que hablaba el poeta Seamus Heaney, para reconocer, también, lo que el tiempo hace con nuestras cosas y lo poco o mucho que nosotros podemos hacer con nuestras cosas y con el tiempo. Siendo mucho más joven, descubrí estas mismas películas y después a su autor; intuí entonces, y estoy seguro ahora, que una obra como la suya no respondía sólo al talento, sino a una combinación infalible: talento y tiempo. Dreyer no fue siempre igual, en su filmografía, como en la de otros maestros -Ozu, Bresson, Ford, por poner tres brillantes ejemplos-. Cada película avanzó sobre el terreno cubierto por la anterior, pero, curiosamente, a paso de cangrejo, es decir, hacia atrás, en un proceso de destilación, de simplificación, de purificación, cabría decir, que uno acaba reconociendo inevitablemente, como el proceso mismo de vivir. De vivir más y mejor, de envejecer descubriendo que hay que volver una y otra vez al bosque a desbrozar, a limpiar la maraña que nos impide ver el camino. Como reclamaba Godard, lo sagrado carece de artificio. Dreyer tuvo tiempo suficiente para dejar que su ciencia se redujese a lo esencial. Estas dos películas que se ofrecen en la ciudad de los agujeros, ya fosas, de nuestros sueños olímpicos son buena prueba de ello y pueden ayudar a quien se asome a ellas a confiar en el tiempo que nos queda.

Recientemente, una amiga de Francis Ford Coppola, y buena amiga mía, me contó que Francis, (así es como ella lo llama, yo le llamo señor Coppola) le había confesado que tal vez ya no volviera a dirigir nunca, que ya no estaba lo suficientemente loco. Tal vez Coppola aún no ha descubierto que las películas de su vejez precisarán de una clase de locura diferente, de la que forjó las películas de su gloriosa juventud. Estoy seguro de que tarde o temprano se dará cuenta, y cruzo los dedos porque así sea. Curiosa paradoja la que nos obliga cada día a vivir más, maldita sea la ciencia, mientras nos condena a envejecer a escondidas, casi con vergüenza. Talentos como el de Coppola tienen el deber de escapar a esa conjura, tal y como Dreyer lo hizo. Al fin y al cabo, de su fuga depende en buena medida nuestra propia salvación.

Por supuesto que Dreyer jamás fue lo que hoy llamamos un director de éxito. Ni el público, ni la crítica, ese animal que sólo acierta con los muertos, apreciaron demasiado los esfuerzos del danés por descubrir y vulnerar los límites de su propio arte, los márgenes mismos del cine. Recuerdo un encendido artículo de Marguerite Duras en defensa de Gertrud, cuando esta cinta fue abucheada en París el día de su estreno.

Ahora que ya han pasado las lluvias, y hasta los lodos del pasado, y entre los fuegos del presente y las guerras eternas, y precisamente contra la urgencia de este y todos los veranos, podemos volver a Dreyer con la serenidad necesaria, porque al arte de este rango, en realidad, nada le importa. Se incrusta en nuestras vidas, poco a poco, y para siempre.

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