Música en la cumbre
Se está fresquito, aquí en Verbier, en pleno Valais, después del mareo de las curvas de la carretera que sube desde Medieres, un puerto capaz de romper a pájaras cualquier pelotón ciclista y una ruta de una belleza un poco acongojante. Rodeada de montañas, con el Mont-Blanc y el Gran San Bernardo a tiro de piedra, la estación de esquí suiza es estos días un hervidero de música en el que conviven el adinerado público local -las entradas son muy caras- con los jóvenes que acuden a los cursos que imparten gentes como Thomas Quasthoff, Nobuko Imai, Dmitri Bashkirov o Jean-Ives Thibaudet. Hay también quienes llegan atraídos por el denominado Festival del Espíritu, que reúne a músicos y escritores, con la presencia estelar -más mediática que verdaderamente reflexiva- de Paolo Coelho, o por el dedicado al cine clásico. Al hilo de la cultura siempre hay posibilidades complementarias, desde probar los vinos suizos hasta acercarse a comer a Rosalp, donde ejerce el gran Roland Pierroz.
A Verbier vienen este año, a la duodécima edición de su festival, y además de los citados, pianistas como Piotr Anderszewski, Garrick Ohlson -que negociará todas las sonatas de Beethoven-, Nicholas Angelich o Arcadi Volodos, violinistas como Ivri Gitlis -una leyenda viva, el último representante de toda una tradición virtuosística-, Janine Jansen, Julian Rachlin o Leonidas Kavakos, cantantes como Dame Kiri Te Kanawa, directores como Esa-Pekka Salonen, Christoph von Dohnányi o James Levine. Y, claro está, Michel Tilson Thomas y Evgeni Kissin, los protagonistas del concierto de apertura en el que luce en cada temporada la orquesta titular integrada por muchachos y muchachas de todo el mundo y sólo una española entre ellos.
Poderío apabullante
Programa tremendo el propuesto por ese director coqueto y competente que es Tilson Thomas. Empezó con una primorosa Entrada de los invitados al Wartburg del Tannhäuser de Wagner, en el estilo pleno de la ópera romántica alemana con los toques de ese Meyerbeer al que el teutón amaba y odiaba a partes iguales. Para los wagnerianos sin sentido crítico, un sacrilegio -no faltaban más que los tutús-, pero para el resto, una lección de musicología, un poner las cosas en su contexto sin miedo al que dirán. Kissin hizo un Emperador de Beethoven de un poderío apabullante. Tuvo su tarde el ruso y eso ya se sabe lo que significa: técnica impecable, energía física incontenible, un toque de una exactitud que no parece de este mundo. Tilson Thomas es, desde siempre, un gran beethoveniano y su acompañamiento estuvo a la altura de las circunstancias. El público rugía en la gran carpa del final de la calle Medran.
Y para cerrar -casi tres horas de concierto-, la Séptima de Bruckner, una música que no se asocia fácilmente con el director americano. La versión fue lo fluida que era de esperar en una batuta como la suya pero, sobre todo, lució una transparencia y un equilibrio, admirables, aunque se pasara en el clímax del Adagio con dos pares de platillos cuando Bruckner no pide ninguno. El gigantesco edificio se coronó con grandeza y la orquesta respondió de forma excelente, sobre todo en unas cuerdas -casi todas mujeres- que son lo que más le luce.
Babelia
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