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IDA y VUELTA
Columna
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Mezcal

Se ha rodado en México Mezcal, película que mantiene una relación familiar con Bajo el volcán, la novela de Malcolm Lowry, el escritor de Birkenhead, Gran Bretaña. Perdón, lo sé. Pocos son los que relacionan a Lowry con su ciudad natal. Suena raro decir "el escritor de Birkenhead", del mismo modo que resulta difícil imaginar que el próximo 28 de julio habría podido cumplir 96 años alguien como él, que fue un viajero heroico por los abismos más hondos y famoso bebedor compulsivo. Por cierto, 95 son los años que el próximo miércoles cumplirá el gran escritor Julien Gracq, patriarca de las letras francesas, nacido un 27 de julio de 1910, nada consumidor de mezcal y admirador absoluto de la obra de Ernst Jünger, que a su vez vivió más de 100 años y tampoco creo que tomara mezcal, aunque ácido lisérgico y otras drogas sí las probó.

Supongo que a Lowry vivir más de 100 años le habría resultado imposible y, además, inverosímil. Creo ahora recordarle en una foto hecha en la entrada de uno de los centenares de bares de México que se llaman El Farolito, ese tipo de cantinas donde se refugian por igual pendencieros y bebedores solitarios, personajes tan desolados como los seis protagonistas de la película Mezcal, que ha dirigido Ignacio Ortiz Cruz inspirándose muy remotamente en Bajo el volcán, que es una novela más bien peligrosa de llevar al cine. Recuerdo que en su momento proyectó filmarla el barcelonés Gonzalo Herralde y que, por circunstancias diversas, acabó rodándola John Huston en un México de infierno alcohólico y pesadilla.

Años antes, Buñuel había rechazado pasar al cine la novela arguyendo que el texto de Lowry era un viaje mental, un viaje interior no traspasable a la pantalla. Creo que Buñuel fue muy astuto al apartarse de esa empresa tan seriamente complicada. Seguramente hizo bien descartándose de ese proyecto, como lo prueba que John Huston, aun siendo un maestro en su oficio, se estrelló con su adaptación de Bajo el volcán. Para evitar parecida catástrofe, Ignacio Ortiz Cruz decidió emparentarse sólo lejanamente con esa novela que protagoniza el inolvidable Cónsul. Ha contado simplemente la historia de seis personajes reunidos en la mezcalería El Farolito en un día de lluvia y tristeza. Seis personajes derrumbados por el alcohol y la vida. Seis almas grises, seis figuras desoladas, seis tristes tigres reunidos en una cantina del fin del mundo.

La noticia del estreno de Mezcal ha propiciado que ayer releyera Bajo el volcán y que ahora resuene en mí la obsesiva cantinela que recorre todas las tabernas de la gran novela de Lowry.

-Mezcal-, dijo el Cónsul.

Ayer volví al libro, al que recordaba inmenso en muchos aspectos, también en longitud. Y sigue siendo inmenso, pero no tan largo como creía. En realidad, es una novela que poco tiene que ver con muchas de esas ficciones extensas de hoy que sólo son ambiciosas en cuanto a la extensión: novelas seguramente nacidas de las aparentes -sólo aparentes, por otra parte- facilidades que los ordenadores ofrecen.

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El hecho es que he regresado a Lowry y a un bar que él habría podido frecuentar perfectamente -escribo esto en una mesa de mármol del Charol, un bar de Cuernavaca- mientras recuerdo con felicidad y al mismo tiempo una cierta angustia aquella petición de mezcal que recorre obsesivamente Bajo el volcán y que desemboca en esa escena en la que el Cónsul ve en un espejo su rostro mudo de bebedor solitario y escucha aquel tic-tac de su reloj de pulsera, de su corazón, de su conciencia. "Mezcal", repite el Cónsul. Y sabemos que le espera una larga temporada en el infierno.

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