De Calatayud a Saint Lary
Día completo para Armstrong, que aguanta los últimos ataques y ve cómo su amigo Hincapie gana la etapa reina de los Pirineos
En las calles de Calatayud (Zaragoza) un paseante encontró en septiembre de 1995 uno de los primeros vestigios de la carrera ciclista de George Hincapie. Era un cuentakilómetros de los de primera generación, un Avocet azul, con la pantalla resquebrajada, inutilizable, irreparable. Fue el tributo que debió pagar Hincapie, un hispano de Nueva York, un tallo tremendo y fuerte, a su oficio, que por aquel entonces era el de sprinter agresivo. Tenía 22 años, estaba igual de zumbado por las bicis que un amigo tejano que no paraba de hablar y moría de ganas de comerse Europa en aquel sprint de la Vuelta en Calatayud que acabó con su cabeza chocando contra el asfalto.
En Saint Lary Soulan, sólo unos cientos de kilómetros más al norte en línea recta desde Calatayud, al otro lado de los Pirineos, sin más, diez años más tarde, Hincapie volvió a grabar su huella, volvió a dejar una reliquia para los mitómanos. Ya no en un sprint loco y peligroso en una etapa más de una carrera más, sino en el Tour, en la etapa reina de los Pirineos, en el día más duro del Tour 2005. En un domingo caluroso e inaguantable. Y no por medio de un objeto roto, de un hueso fracturado, de una desgracia, un drama o una anécdota graciosa, sino con una foto hermosa, insólita, la foto de su persona llevándose las manos al casco, haciendo gestos propios de quien no puede creer lo que le está sucediendo, poco antes de levantarlos más arriba en señal de victoria.
El vencedor hizo la etapa en la silla de la reina, siempre el último del grupo, sin dar un relevo
Algunos, muchos, al ver la foto, pensaron en Armstrong y, sin dudarlo, concedieron poderes sobrenaturales al tejano que de chico no era más que un bocazas y que de mayor es el dios del Tour. Alguno organizó un tributo en su honor, a mayor gloria de alguien que no sólo ha sido capaz de transformarse de ciclista tosco y fuerte en el campeón de los campeones del Tour, sino de influir también en la naturaleza para que sus amigos, para aquellos que le son fieles, sufran transformaciones parecidas y sigan siendo sprinters, pesados, máquinas de rodar, clasicómanos, y al mismo tiempo contrarrelojistas, escaladores y, eso siempre, ganadores en todas las condiciones. Algunos, unos cuantos, prefirieron tapar el primer plano, el que concentraba todo el foco, para intentar, con una lupa, apreciar lo que se difuminaba detrás, una imagen borrosa, la de un ciclista gallego muy fuerte que había llevado a Hincapie a su rueda hasta 300 metros de la meta para abrirle de par en par la puerta de la victoria. "Es que me gusta el espectáculo, es que yo soy así, generoso y no puedo correr de otra forma", decía Pereiro, uno de los 14 fugados de primera hora, un grupo que se formó antes del primero de los seis puertos del día y que llegó a contar con 18 minutos de ventaja. Suficientes para saber que uno de ellos sería el ganador del día, suficientes para que Hincapie, que viajó toda la etapa en la silla de la reina, siempre el último del grupo, nunca descolgándose en las sucesivas reducciones, nunca dando un relevo -privilegios de ser miembro del equipo del líder- supiera que el 17 de julio de 2005 sería un día inolvidable.
Algunos, bastantes, prefirieron fijarse en otras fotos, en otras caras, en detalles. En los ojos de Armstrong, fríos, acero líquido, translúcidos; en la visera de su casco, por la que se deslizaban, lentas, interminables, gotas de sudor, en la ligereza de sus piernas en el momento en que todo empezó a romperse. En la subida a Val Louron -la que le dio el primer Tour a Indurain-, cuando Vinokúrov le pidió permiso a su jefe, Ullrich, para atacar. El alemán le dijo que sí con la barbilla, Armstrong vio con el rabillo del ojo los movimientos y ordenó, rápido, José, a Azevedo que frenara al kazajo de entrada para que no le ardieran las piernas, para que su cabeza no se ofuscara en aquel momento clave, porque él, el supremo, tenía un plan, tenía un diseño de podio en la cabeza y quería que así salieran las cosas. Quería que Basso y Ullrich fueran los que le acompañaran en París, y en esa subida, y en la última, la durísima de Pla d'Adet, cuando ya estaban los tres solos, animó a sus compañeros a dar relevos para que los demás pretendientes se descolgaran. Algunos, multitudes, eligieron la cara hermosa de Basso, su serenidad atacando y atacando, su ataque en Pla d'Adet, el ataque que condenó a Ullrich a galeras. Y todos se quedaron con el rostro hinchado, terrible el de Ullrich, del orgulloso alemán, gordo e hinchado, que sufrió los efectos del calor, de la lentitud del vaciado gástrico en medio de la canícula y del ejercicio, de no haber comido lo necesario a tiempo. Era la máscara del orgullo, la del alemán que ya ganó un Tour hace ocho años y que se niega a dejar de luchar hasta para ser cuarto. Los labios secos, enormes, la boca abierta, la lengua seca, la mirada perdida a rueda de Sevilla, uno de los fugados, que le esperó y le condujo, amoroso, con delicadeza, hasta meta. Lo hizo con el tiempo justo: pisándoles los talones llegaron Rasmussen y Mancebo, la pareja de hecho de este Tour que ayer -gracias a que el abulense usó la cabeza-cambió sus papeles: Rasmussen tiraba y Mancebo sudaba a su rueda.
Y cualquiera de estas imágenes, fuera cuál fuera, dio sentido a la etapa más intensa del séptimo Tour de Armstrong, dios.
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