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Columna
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Serenidad ante el terror

Mientras que aquí oímos por enésima vez, con el escepticismo de los pastores de la fábula aquella de que viene el lobo, que en esta legislatura tendremos consulta, y nadie nos tiene que explicar qué es eso de la consulta, y las contradicciones ante la reforma del estatuto catalán afloran en las declaraciones de un veterano constituyente como Alfonso Guerra, los británicos nos vuelven a demostrar que con los valores fundamentales de su sistema no se juega, gestionando la crisis de los atentados islamistas sobre Londres de una manera que nada tiene que ver con la nuestra. Igual es que se sienten muy seguros reconociéndose los inventores del republicanismo y la democracia moderna y no se andan con cachondeos cuando se sienten agredidos en lo más profundo de sus valores. El discurso del primer ministro británico se ha reducido a una arenga moral, no han existido filtraciones, la policía informa de uniforme horas después de tener confirmado cada dato y, en el país de los tabloides de la prensa amarilla, no se publica una sola exclusiva ni morbosos reportajes, ni tan siquiera rumores. Nada que facilite o multiplique la asesina labor de sus enemigos.

Es casi seguro que los retos padecidos en el pasado han forjado un determinado comportamiento. Bajo las bombas de los alemanes, primero, en el padecimiento de los atentados del IRA, después. Quizás no haya sido ajeno al desánimo del terrorismo irlandés este comportamiento uniforme y sereno de la ciudadanía e instituciones británicas. Tras esas duras experiencias saben que la precipitación, el apasionamiento en la respuesta, la publicidad y la polémica pública se convierten en un tanto para los autores de la matanza. Además de las costumbres consolidadas ante ese tipo de desgracias, una serie de protocolos implícitos o explícitos se ponen en marcha: respecto al Gobierno, unidad; frente a la oportunidad de información desmesurada, autocontrol por parte de los medios de comunicación. Quien osara aprovecharse de la situación para beneficio propio se enfrentaría a toda una cultura política que prioriza la cohesión al oportunismo.

Es otra forma de gestionar una agresión de esa envergadura, resultado de soluciones repetidas desde una conciencia ciudadana movilizada al unísono. Es la ventaja de una vieja democracia asentada: al enemigo no se le puede facilitar una victoria por la división social o la magnificación del atentado a través de los medios de comunicación.

Es cierto que en España los atentados del 11-M fueron justo tres días antes de unas elecciones generales; es cierto que, como resultado de nuestra cultura o de nuestros vicios políticos, hubiéramos votado a un partido si hubiera sido ETA o al otro, como sucedió, si al final fueran islamistas. Es cierto que nuestro apasionamiento y partidismo poco nos hace pensar en las secuelas de nuestra emotividad, pero el aluvión de informaciones y fotos espeluznantes que recibimos tras el 11-M, las especulaciones (muchas falsas) aireadas, las presiones y suspicacias, dejaron nuestros consensos básicos en un estado de desastre que todavía pervive, como se pudo comprobar en la comisión de investigación del Congreso.

En el Reino Unido estaría hoy mal visto pedir la comparencia del ministro del Interior con insistencia, mientras aquí corrieron bulos que hablaban hasta de la anulación de la convocatoria electoral. Nos falta por aprender mucho porque, curiosamente, cuando no existe enfrentamiento alguno entre los partidos británicos por la gestión de la crisis -como pasara en EE UU respecto al 11-S-, aquí lo sucedido en Londres vuelve a convertirse en oportunidad para volvernos a tirar los trastos a la cabeza; y esto pese a que el atentado lo hayan padecido los británicos, que de forma tan flemática e inteligente están evitando cualquier tipo de psicosis social. Allí los políticos guardan la necesaria serenidad y se celebra el sesenta aniversario del fin de la segunda guerra mundial, que ganaron. Aquí, a falta de prensa diaria amarilla, los que parecen amarillos son nuestros políticos.

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