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Columna
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Elogio de la vida normal

"Es como el viento, que se cuela por cualquier rendija", como el aire, "es como el agua", que diría Camarón. Así es como se vive en las grandes capitales del mundo rico la amenaza del terrorismo de Al-Qaeda, como una gotera que puede abrirse paso de repente entre aislantes y tubos de aireación, como un escape de gas que invade sigilosamente la habitación sin que sepamos de dónde vino. Como una interrupción de nuestra vida cotidiana que siempre, siempre, nos coge desprevenidos, inmersos en la cómoda apatía de la rutina diaria. Desde el 11 de septiembre de 2001, convivimos con un terror latente, instalado para siempre en nuestras vidas. Es como si necesitáramos un policía para cada humedad en la pared, cada grieta en el asfalto.

Los londinenses recibieron los atentados como si los esperaran desde hace tiempo, flema británica le llaman

Los atentados de Madrid y de Londres constituyen un golpe a las pequeñeces del día a día, las que alimentan nuestras quejas y lamentos de seres atrapados por la rutina. Los terroristas latentes de Madrid y Londres hicieron estallar sus bombas en pleno atasco de entrada a la ciudad, cuando has perdido la cuenta de los empujones que te han dado en el metro, en la radio han repetido ya dos veces el parte de noticias y ya no sabes qué canción poner, y el conductor del autobús increpa a algún taxista temerario. En Estados Unidos prefirieron atacar símbolos, como las Torres Gemelas y el Pentágono. En Madrid y Londres, los objetivos ya no importaban porque se trataba de hacer saltar por los aires la idea misma de ir a trabajar en metro o en tren. En Indonesia, en aquella discoteca de Bali en la que fueron asesinadas 202 personas en octubre de 2002, la mayoría de ellas turistas, la idea era quizás interrumpir precisamente esas ansiadas vacaciones con las que cada vez más gente puede permitirse interrumpir su rutina, escaparse del trayecto en tren a trabajar.

En sus discursos, los líderes políticos hablan de ataque al "modo de vida occidental". Pero mientras los jefes de gobierno de las naciones más poderosas se vestían de gala para departir con la Reina de Inglaterra en un lujoso complejo de golf y caza escocés, las bombas estallaban en la cara de los commuters, la quintaesencia del Londres más gris. De alguna manera, es como si los atentados del terrorismo islámico en las capitales de los países occidentales devolvieran la encarnación de las "democracias occidentales" al pueblo, al ciudadano normal; como si las abstracciones amorfas y sin rostro -ciudadanía, pueblo soberano, electorado, sociedad, gente de a pie- que legitiman nuestros sistemas políticos cobraran cuerpo de repente en forma de joven de Northwood que se tapa la boca con un pañuelo al salir de una boca de metro, o de estudiante de enfermería de Moratalaz que ayuda a los heridos en la estación de Atocha.

Los terroristas islámicos, que irónicamente comparten las vidas urbanas de sus víctimas, han devuelto a muchas personas la dignidad y el orgullo de ser normal, de ser pueblo. Y lo que es más, en ciudades como Nueva York, Londres o Madrid, en las que cada vez hay menos tiempo para hablar con extraños, los atentados indiscriminados y salvajes de Al-Qaeda han recuperado para muchos el placer de acercarse al desconocido.

"Cuando a la gente le empezó a entrar pánico, me giré hacia el hombre a mi derecha y le pregunté su nombre. Me dijo que se llamaba Mark, y que trabajaba en Heathrow. Después pregunté lo mismo a la chica a mi izquierda. Se llamaba Emma y también trabajaba en Heathrow. Mark y Emma empezaron a hablar, y entonces los tres comenzamos a tranquilizar a los otros pasajeros a nuestro alrededor, diciendo que todo iría bien". Lo contaba un tal John Sandy en el blog de The Guardian. Un pueblo soberano que quizás no participa en las elecciones pero que asume las riendas de una ciudad cuando todo falla, como el ejecutivo londinense que abandonó su coche y se puso el chaleco reflectante encima del traje para dirigir el tráfico, con perfecta calma y maestría.

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En Nueva York, la ciudad en la que todo va rápido y hay ratas en el metro, hubo un apagón en agosto de 2003, en pleno verano. El recuerdo del 11-S invadió la ciudad que nunca duerme por unos momentos, pero el pánico apenas pasó de una tentación nunca ejecutada: los heladeros comenzaron a regalar su mercancía antes de que se derritiera y las plazas y fuentes comenzaron a llenarse de gente. Al caer la noche, los que vivían en edificios con azotea invitaron al vecindario a una barbacoa en el tejado, y un chico catalán recién llegado con su mochila al hombro, y sin lugar aún en el que dormir, se vio envuelto en una noche de fiestas y abrazos a desconocidos.

Los londinenses recibieron los atentados como si los esperaran desde hace tiempo, impertérritos, flema británica le llaman. Nada que ver con la repentina pérdida de inocencia de los estadounidenses o la explosión de solidaridad y emociones en Madrid el 11 de marzo de 2004. "No se puede dirigir un imperio a base de emociones", me dijo un amigo inglés. Con perfecta dosificación de las imágenes (¿censura?) y mostrándonos unos atentados de cristales rotos y atascos de tráfico pero sin sangre, el gobierno británico aplicó la misma política informativa de minimizar el daño psicológico que utilizó Churchill bajo las bombas alemanas. Antes esta falta de imágenes, el pueblo soberano se encarnó también en el teléfono móvil con cámara de fotos incorporada y dejó constancia gráfica del ataque a sus seres más queridos, sus compañeros de viaje de cada día: un autobús, un vagón de metro. En la era del terror, podría ser que nuestras vidas fueran un poco mejor 363 días al año a cambio de un día en el infierno.

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