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Columna
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Que no cunda el pánico

Los atentados terroristas del pasado jueves en Londres tienen la marca del fundamentalismo islamista de Al Qaeda, confirman la preferencia por los transportes públicos, prueban que las mayores amenazas llevan la etiqueta de una nueva denominación de origen porque han dejado de proceder de los más poderosos y ahora el origen de su acrecentada peligrosidad se genera entre los más débiles siempre que se den determinadas condiciones ambientales de presión y temperatura. Veníamos de unas inercias mentales a tenor de las cuales según crecía la acumulación de fuerza y poder quedaba mejor garantizado el ejercicio de la hegemonía, es decir, el sometimiento de los demás a la propia voluntad. Y nos hemos despertado con la revelación de que a partir de un punto todo cuanto haga crecer la distancia entre poderosos y desposeídos se convierte en un factor de extrema peligrosidad.

Por ejemplo, a escala internacional Europa vivió decenios bajo la amenaza de la Unión Soviética, de su poderío nuclear instalado en vectores capaces de alcanzar cualquier objetivo, los misiles intercontinentales y los euromisiles dedicados al occidente del otro lado del telón de acero. Pero después de la caída del muro de Berlín y de la descomposición del imperio del mal, conforme lo denominaba el presidente Ronald Reagan, empezamos a vivir bajo una nueva e imprevista amenaza, la de la desunión acelerada, la de la pulverización soviética. Sobrevino el descontrol del armamento, los Estados canallas, la diseminación de las armas nucleares, el riesgo de su llegada a manos inexpertas, ajenas a los circuitos convencionales donde reinaba el cálculo de la disuasión resultante de la asumida Mutua Destrucción Asegurada, un sistema infernal que terminaba en indefinida parálisis estratégica.

Pero volviendo a Londres, parecería que, como escribió Kundera a propósito de las primeras semanas de su emigración, todo el mundo estuviera preparado para comprender la tragedia que representa para una ciudad un atentado terrorista de esa dimensión y para rodearla del aura de una respetable tristeza. Resulta, en todo caso, esclarecedor observar el comportamiento de las autoridades y de los medios de comunicación. La información se ha suministrado, en esta ocasión, sin incurrir en la mentira pero acoplando un temporizador a su progresiva difusión. Pueden discutirse el procedimiento y las pautas pero el objetivo estaba vinculado a evitar que cundiera el pánico. Porque se sabe que hay noticias con gran poder desencadenante. Ahí están las tragedias inducidas al grito de fuego. Cuando se instala el ¡sálvese quien pueda! el comportamiento de las masas retrocede a los niveles instintivos de la supervivencia animal y se produce la estampida salvaje y contraproducente.

Ésa es la superioridad de la flema, del aguante, de la impasibilidad, la misma que sostiene el pulso de los cirujanos en un hospital de campaña en el frente. La flema es un recurso inteligente para la supervivencia. Pero hay otra flema todavía de más graduación, que es la propia de los terroristas. A su perfil se acercó como nadie Joseph Conrard en sus novelas El agente secreto y El anarquista. Dice nuestro autor que el terrorista tiene corazón ardiente y mente débil. Ésa es la clave del enigma que nos corresponde desactivar. Porque, como añade certero, es un hecho que las contradicciones más acusadas y los conflictos más agudos del mundo se producen en quienes son capaces de experimentar pasiones. Y la pasión del odio es de las que alcanza temperaturas de incandescencia.

Entre tanto, de los túneles del metro londinense siguen extrayéndose los cadáveres de hombres y mujeres sin celebridad alguna. Murieron sin tiempo de componer el gesto, aunque ahora den lugar a una retórica para viajeros difuntos. Una retórica sin llantos ni gimoteos mostrados por televisión, que sólo se vieron en Inglaterra cuando murió Diana de Gales. Es la que han lanzado, encerrados en sus blindajes, los reunidos en el G-8. Pero digan lo que digan resultará improrrogable el propósito de sostener que al terrorismo se le combate con guerras convencionales.

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