La 'yihad' a escala mundial
El atentado de Londres viene a confirmar los procedimientos y los fines del terrorismo de Al Qaeda. La pérdida de la base logística de Afganistán ha hecho inevitable la configuración de algo que viene llamándose nebulosa por su estructura descentralizada, con un alto grado de autonomía para las distintas secciones. Pero, al mismo tiempo, esa fragmentación orgánica no pone en cuestión la pertenencia de las secciones a un grupo que practica el terrorismo con una clara intención de hacer legible la secuencia de atentados, como esos asesinos que firman sus crímenes por el modo de ejecución de sus víctimas. El atentado de Londres confirma además un rasgo apuntado en el 11-M madrileño: la fecha elegida para la matanza tiene una significación política, las elecciones del 14-M en nuestro caso, la reunión del G-8 -¿más el triunfo de Londres como sede olímpica?- en este 7 de julio, de manera que la acción se encuentra beneficiada por un efecto multiplicador, e incluso proporciona una coartada o una falsa pista que sirve para dividir la opinión en el país-víctima. Lo sucedido en España como consecuencia de la asociación entre el atentado y la jornada del voto resulta paradigmático, y ahora la coincidencia de las bombas de Londres con la reunión de los ocho grandes puede favorecer una lectura que no faltará entre nosotros, basada en un marxismo barato, según la cual los comandos del terrorismo son como una versión brutal de los antiguos bandidos generosos que castigaban a los ricos insensibles con la suerte del pobre.
La hazaña bélica de Bush ha sido algo peor que un crimen: un error cuyas consecuencias se pueden estimar por los muertos y el protagonismo de Al Zarqaui
El terrorismo islámico no es el fruto de la injusticia. Ahora bien, la injusticia y la desigualdad le sirven de coartada e incrementan su clientela
El papel de Bush
Lo cierto es que nos encontramos en una situación de yihad a escala mundial, con un nivel de riesgo que ha crecido de forma exponencial después de la invasión de Irak. La hazaña bélica promovida por Bush ha sido algo peor que un crimen: un error cuyas consecuencias nefastas se pueden estimar sólo con contar los muertos causados, en el plano cuantitativo, y por el protagonismo de Al Zarqaui, en el cualitativo. Ciertamente, la guerra de Irak no es la causa de que Al Qaeda haya declarado una guerra sin cuartel a Occidente, que surgió en la década anterior y que hubiese proseguido aunque el régimen de Sadam Husein siguiera en el poder. Pero se ha convertido en la plataforma para una formación masiva de comandos terroristas y en un muestrario de procedimientos criminales que todos los musulmanes del mundo pueden seguir a través de televisiones como Al Yazira. En una palabra, Irak es hoy al mismo tiempo el escaparate puesto a la vista para todos los musulmanes de la maldad esencial de los infieles ocupantes, capitaneados por Bush y Blair, y el ejemplo de cómo los verdaderos creyentes han de comportarse, degollando siempre que sea posible y aniquilando en todo caso a quienes se han atrevido a profanar la tierra sagrada del islam. Un poco al modo de la vieja comedia policiaca de Agatha Christie Los diez negritos, el espectáculo de los atentados ofrece una imagen de justicia macabra en que uno tras otro van cayendo los implicados en la guerra, pagando los ciudadanos con su sangre la culpa de sus gobernantes.
En otro sentido, la lógica del terrorismo en la estela de Al Qaeda adquiere un alto grado de coherencia por su ajuste a la vertiente belicista de los textos sagrados. En Pakistán, la táctica militar seguida por el Profeta fue objeto de estudio en las academias del ejército, y no es simplemente un rasgo simbólico que la explicación por Al Zahuahiri del 11-S, publicada precisamente en un periódico árabe de Londres, llevara por título Caballeros bajo el estandarte del Profeta. El integrismo islámico es una arqueoutopía, una utopía arcaizante que busca la reconstrucción del pasado mítico de los "piadosos antepasados" (salafismo), la edad de oro en que fue construida una sociedad perfecta islámica al mismo tiempo que se desarrollaba una lucha a muerte en forma de yihad contra los paganos de La Meca, antecesores por su ignorancia primordial (yahiliyya) de los occidentales de hoy. Sólo que si la visión de ese pasado ideal es mítica, el arte de la guerra puesto en práctica por Mahoma desde Medina en sus años de profeta armado nada tiene de especulación teórica, y Al Qaeda se inspira visiblemente en esa estrategia que recogen sobre todo los relatos de la vida del Enviado de Alá.
Ante todo, se trata de una concepción de guerra total, implacable en la subordinación de todas las acciones al fin último de la derrota del enemigo por aniquilamiento o rendición incondicional. El luchador por la fe, el muyahid, practicante de la yihad, está seguro de la justicia de su causa, por brutal que sea la violencia utilizada -los enemigos no son hombres, son infieles-, como de la victoria última, aunque él no pueda contemplarla físicamente de convertirse en mártir. "Estáis todos muertos", afirma el guerrero musulmán de cara a sus enemigos, por poderosos que éstos sean. No hay límites de carácter humanitario. Incluso cuando en el ataque mueren mujeres o niños, que en principio debían escapar a tan trágica suerte, cabe la circunstancia eximente: "Son de ellos".
Los actos de guerra, lo mismo que las acciones represivas, e incluso las ocasionales medidas de indulgencia, deben tener un contenido pedagógico. Es en este sentido donde la forma de la guerra practicada por el Profeta enlaza de manera más clara en el orden técnico con las modernas tácticas terroristas. No sólo se trata de alcanzar la victoria, sino ante todo de mostrar al adversario que la suya es imposible. Mahoma no vence a los mequíes en una sucesión de batallas campales, sino mediante una secuencia de ataques puntuales, siempre por sorpresa, transposición a la guerra entre ciudades de las tácticas de enfrentamiento en la lucha de caravanas. Son razias o algazúas, dirigidas habitualmente contra las vías de comunicación de los mequíes -lo que puede tener su reflejo en los actos terroristas desde el 11-S hasta ayer en Londres-, cuyo propósito no es destruir, sino erosionar golpe a golpe, hasta acabar con la moral de resistencia del enemigo. La inferioridad inicial entonces de recursos militares, como ahora la de los integristas, hace desaconsejable la lucha armada permanente. La paciencia se traduce en ataques espaciados, favoreciendo tanto el efecto sorpresa como la sensación en el agredido de encontrarse ante una guerra interminable.
El maniqueísmo de fondo, inspirado en los referentes sagrados, se conjuga de este modo con una cohesión creciente de base religioso-militar entre las minorías activas orientadas a la acción terrorista, con el contexto de los conflictos de Palestina y de Irak a modo de agentes de legitimación frente a las democracias occidentales y de banderines de enganche para favorecer el reclutamiento de nuevos luchadores y ampliar el círculo de simpatizantes en el mundo musulmán.
Concertación de esfuerzos
Inevitablemente la respuesta inmediata ha de consistir no ya en una laxa colaboración, sino en una concertación de esfuerzos policiales, y, en casos como el de Afganistán, militares, para desde Occidente contrarrestar lo que es una declaración de guerra en toda regla. Ahora bien, limitarse a ese tipo de respuesta sería simplemente suicida. El ejemplo de Irak prueba hasta qué punto una política exterior que se proclama antiterrorista, pero que es en realidad ciego imperialismo, lleva a incrementar las posibilidades de una catástrofe generalizada. El análisis, la ponderación y la elección racional son ahora tanto más necesarios después de ese fiasco, cuando en Irán está a punto de ocupar la presidencia un hombre que si nos atenemos a sus antecedentes puede no dudar en la recuperación a escala ampliada del papel de Estado terrorista que ya activara el régimen de los ayatolás en torno a 1990, y más si llega a esa nuclearización militar que pondría en riesgo límite a toda la región.
El terrorismo islámico no es el fruto de la injusticia. Ahora bien, la injusticia y la desigualdad le sirven de coartada e incrementan su clientela. Paralelamente, en el interior de los países occidentales, la discriminación contra los colectivos musulmanes, y la consiguiente formación de guetos de identidad religiosa y de malestar, crea el caldo de cultivo para el integrismo, lo mismo que en otro orden de cosas la ignorancia del riesgo que supone la formación en esos colectivos de una conciencia de yihad encubierta. En el orden teológico, la creencia religiosa del islam no ofrece riesgo alguno de violencia, pero la exaltación de ésta es inevitable si en la predicación incluimos el concepto de yihad correspondiente a la etapa del Profeta armado y las enseñanzas de su guerra de algazúas contra los enemigos de su fe. Al pensar en la matanza del jueves surge en mi memoria la imagen de los folletos adquiridos sólo hace unos meses en la librería de la gran mezquita de Central Park, en Londres, haciendo propaganda desde la misma portada de Yihad en Islam, con el emblema del Corán y la Espada, tan caro a Bin Laden, en la portada. En otras librerías cercanas, con el mismo título, la imagen bélica era todavía más explícita: un brazo levantando un Kaláshnikov. De esos polvos surgen estos lodos empapados de sangre.
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