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Columna
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Tiempo de excesos

No sé por qué razón el verano me ha parecido siempre un tiempo de excesos. Debe de ser el calor implacable. Los excesos entretienen, gustan a gente ociosa, pero por sí mismos no son divertidos. ¿Cómo encontrar divertido que seamos los ciudadanos los que tengamos que asumir la multimillonaria deuda de Televisión Española, sobre todo si sus programas han ofrecido, por lo general, una especie de recurrente pesadilla-tortura?

Lo excesivo, este verano, es una constante: puede pensarse, pues, que sale a la luz para dar color a lo que llamamos vida colectiva y pasar así el rato. Dijo José María Aznar el otro día: "El debate terrorista y el territorial son inseparables (en España)". Los excesos verbales del ex presidente no son sólo veraniegos, pero si insiste en ellos será porque alguien -él mismo- disfruta escuchándolos. Esta semana, el diputado catalán Josep Piqué ha tenido que "reconocer el error" y pedir perdón a sus correligionarios Ángel Acebes y Eduardo Zaplana por haber dicho que pertenecían "al pasado del Partido Popular". ¿Fue un exceso tal afirmación -inserta en otros temas de mayor calado- o el exceso es el acto de contricción posterior?

No hay siempre coincidencia sobre la intención y percepción de los excesos, lo cual facilita su expansión y normalización. Ya no parece un exceso que una empresa como Sanyo liquide 14.000 empleos en tres años o que la prestigiosa y ejemplar BBC haga lo propio con 4.000 puestos de trabajo. También puede empezar a considerarse normal que en la reciente fiesta supergay del barrio de Chueca de Madrid los hombres (homosexuales) la despidieran por su lado y las mujeres (homosexuales) por el suyo: logrado lo de la boda ¡no vayamos a mezclarnos, amigos, como un vulgar hetero! Benditos ellos que no conocieron el apartheid infantil de los colegios de curas y monjas de mi época.

Todas las épocas tienen sus excesos, claro. Lo cual no impide que el exceso siga ganando terreno. Por lo visto, muchos internautas también desconocen aquel ritual terrorífico de la Confesión: lo escribo en mayúsculas tal como correspondía a los sacramentos de la religión católica. Un cura frente a un joven aterrado por el peso de sus muchos pecados: ése solía ser el cuadro de un acto que se producía en un rincón tétrico de una iglesia. Hoy, según los expertos, la Red -última divinidad laica- es el confesionario de medio mundo: el internauta vuelca allí sus culpas e intimidades sin más problemas. Y eso se vive como una muestra de modestia y discreción: hay quien lo hace, con éxito y cobrando, en la televisión, ante todos, convirtiéndonos en confesores. Quién lo hubiera dicho.

Hay excesos que nos transforman. Ahora que ya nos habíamos acostumbrado a que los que ponen bombas en Irak son terroristas, va el secretario de Defensa norteamericano y los llama insurgentes: los excesos tienen una genética caprichosa. He aquí que alguien propone "exterminar" a los ciudadanos que han firmado un manifiesto a favor de un partido no nacionalista catalán. Y estos ciudadanos, lógicamente preocupados, conminan a que todos tomemos posición. ¿Cómo tomarse en serio que alguien en sus cabales proponga públicamente el exterminio de nadie por una cuestión de opinión perfectamente legítima? ¿Nazismo casero? A base de excesos se organizan los más grandes dramas de la historia. La tendencia al exceso es hoy la vedette que más se exhibe ante nuestras narices: véase lo de Singapur.

Hace poco fui a ver La guerra de los mundos de Spielberg: pura exaltación del exceso desde todos los puntos de vista. Una pesadilla que da un miedo pavoroso, y eso que todos sabemos que estamos en el cine. Pero, claro, ¡hay tanto marciano suelto en nuestra vida cotidiana! Spielberg, fino olfateador, presume que el espectador enseguida asumirá la metáfora. Por eso puso a Tom Cruise, un exceso en sí mismo, que borda el papel.

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