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Columna
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Brito, Picatoste y los verdugos del 'mosso'

El azar hizo que el pasado viernes coincidiera la celebración del juicio en la Audiencia Nacional contra los etarras acusados de colocar un coche bomba en Roses en marzo de 2001, que causó la muerte de Santos Santamaría, el primer agente de la policía catalana asesinado por ETA, con la difusión de la sentencia condenatoria contra Manuel Brito y Fancisco Javier Picatoste, dos reclusos fugados que asesinaron a un joven y provocaron graves heridas a dos mossos d'esquadra, uno de los cuales quedó parapléjico.

Manuel Brito y Javier Picatoste, los dos presos fugados, no tuvieron en su juicio público favorable ni nadie que aplaudiera sus hazañas. Picatoste lamentaba sus actos, pedía perdón a sus víctimas y reconocía, como el protagonista de la obra de Dostoievski, la necesidad de un castigo para sus crímenes, proclamando que deseaba acabar sus días en la cárcel. El otro, Manuel Brito, lo reconoció todo, excepto haber violado a la compañera del joven al que asesinaron. Nada hay tan complejo como los laberintos de la mente humana, y el código de honor de Brito le permitía reconocerse un asesino, pero no un violador.

De las imágenes televisivas del juicio contra los autores del atentado de Roses me impactó ver cómo los presuntos etarras saludaban con alegría a sus familiares y amigos desde la pecera de cristal en la que se recluye a los inculpados. Eider Pérez y Aitor Olaizola, ante la imposiblidad de abrazar físicamente a quienes habían viajado desde Euskadi para darles aliento, hacían gestos estereotipados, signos de la victoria y lanzaban besos y abrazos. Besos y gestos de coraje que poca gracia debían hacer a los familiares de la principal víctima de su hazaña, el mosso Santos Santamaría, un joven agente a quien un fragmento de hierro le segó la vida

mientras cumplía con su cometido de desalojar el hotel Montecarlo y acordonar la zona. A diferencia Brito y Picatoste, ningún remordimiento, ninguna culpabilidad empañaba el rostro de los etarras. Tampoco mostraban compasión hacia el agente muerto los familiares de los acusados llegados de Euskadi. Así, con esta entereza, se continuaban mintiendo mutuamente, no se defraudaban los unos a los otros.

Esas imágenes de fortaleza de los etarras reafirman una vez más que tal vez el mayor obstáculo que dificulta la disolución de ETA e impide dar el paso a la gente de Batasuna a condenar sin rodeos los crímenes de ETA es que se niegan a reconocer que los años de clandestinidad y prisión, los asesinatos y la kale borroca, no han servido para nada. Ni los asesinos, ni quienes les apoyan, no parecen estar dispuestos a reconcer que tanto sufrimiento ha sido estéril. Su mente les quiere hacer creer el espejismo de que todavía son ciudadanos de Guernika luchando en 1938 contra el agresor nazi, de la misma manera que quienes hace 10 años fusilaron a 8.000 hombres desarmados en Srebrenica pretendían engañarse a sí mismos diciéndose que eran abnegados soldados serbios luchando contra los invasores turcos de hace seis siglos.

Y así mantienen el psicodrama colectivo, esa esquizofrenia en la que participan familiares y amigos que les aplauden como héroes en los juicios y giran la mirada cuando se cruzan con las víctimas. Reconocer la culpa les llevaría a aceptar su responsabilidad, su castigo y la necesidad de pedir públicamente perdón como hizo Picatoste ante el tribunal y ante sus víctimas. Pero los miembros de ETA desean salir de prisión como héroes que han conseguido cambios políticos para Euskadi, no como asesinos que tal vez recibirían el perdón de la sociedad.

Xavier Rius-Sant es periodista.

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