Amaos los unos a los otros...
Casi me atrevería a decir que lo mejor que está ocurriendo tiene que ver con la Iglesia. Mi infancia feliz, con escuela de monjas incluida, me ha dejado en herencia una cierta ternura por esa vieja institución, especialmente por sus aguerridos guerreros con larga falda y densa ideología. Por supuesto, combato sus prejuicios, sus apelaciones a la divinidad como coartada para frenar derechos, su amor por la intransigencia, su tendencia a confundir lo divino y complicar lo terrenal. Pero, a pesar de todo, verlos cabizbajos, desconcertados, sin saber cuál era su papel como pastores de ovejas descarriadas, me causaba una cierta tristeza. Sin embargo, gracias a los últimos acontecimientos, y muy especialmente al éxito democrático que ha significado la regulación de los matrimonios homosexuales, la iglesia ha vuelto a encontrar su papel en el mundo, y ha recuperado su vocación apostólica. Manifestaciones con obispos roucovarelos, sacerdotes que convierten los púlpitos sagrados en émulos del mitineo más revolucionario, asociaciones de militantes de la fe verdadera movilizando a sus jóvenes promesas, a sus madres de Serrano, a sus psicólogos opusdeicos. Estamos viviendo un resurgimiento espectacular del activismo religioso, teñido de una cierta aureola de heroicidad, como si ir contra el Gobierno fuera, hoy, casi tan épico como ir contra una dictadura. Incluso el jueves, sin retrotraerme demasiado en el tiempo, una señora de bien me atizó, en pleno vuelo a San Sebastián, con su mirada altiva y un enorme crucifijo que adornaba su robusto e incorruptible pecho. Alguien había dicho por la radio, días antes, que llevar símbolos cristianos era un deber moral, en estos tiempos "oscuros" para la fe y el bien. Lo viví especialmente en el debate sobre la familia que protagonicé, junto al bueno de Benigno Blanco, otrora conocido por su especial eficacia en construir un tren borreguero sustituto del AVE prometido, cuando era flamante secretario de Infraestructuras con Álvarez-Cascos, y ahora reconvertido en vicepresidente de la familia unida jamás será vencida. Eran las Terrazas de Verano que se organizan en San Sebastián, y compartíamos mesa el sacerdote José Ignacio Munilla, Benigno Blanco, servidora e Íñigo Lamarca, el Ararteko (defensor del pueblo) del País Vasco. Entre el público, dos colectivos especialmente activos y visibles, el de la canallesca progresista, toda ella integrada por feministas, homosexuales de toda condición, jóvenes estudiantes y demás pelajes pecaminosos, y la gente de orden, mayormente sentada en el lado derecho de la sala del magnífico hotel María Cristina, bien vestida, mejor pensada, aún mejor indignada ante el acoso y derribo que la familia de bien padece en manos de la conspiración masónica. Debate intenso, retóricamente correcto aunque camufladamente prejuicioso, como todos los que tienen que ver con los derechos homosexuales. De todo lo ocurrido, desde mi perspectiva, lo mejor fue la militancia religiosa que se produjo en el acto. La palabra de Dios contra la palabra terrenal, a pesar de que Dios no fue prácticamente mentado. Y yo, que viví la época de esos curas progres que leían libros prohibidos mientras cantaban misa, volví a enternecerme ante el nuevo activismo del clero, otra vez movilizado frente a la ciudadanía, retador e incombustible, contrarrevolucionario ahora que ya superó su enfermedad adolescente de la Revolución. Un clero tan preocupado por el matrimonio civil homosexual que ni se acuerda de que nunca estuvo a favor del matrimonio civil heterosexual. Llegan los tiempos de la destrucción de la familia, claman con estruendo apocalíptico los que nunca han construido una familia, y nos avisan del pecado que inundara los promiscuos hogares homosexuales, ellos que nunca nos han explicado por qué los maridos felizmente y apostólicamente casados inundan los prostíbulos de nuestro país. Siempre fue patrimonio de la fe verdadera la moral de la doble moral, y ello no será excepcional en estos tiempos de combate.
Clero aparte, ¡qué día feliz, el día de hoy! Es uno de esos escasos días en los que una se siente formando parte de una alegría colectiva, como si el cielo amaneciera más limpio y la sociedad fuera algo más habitable. Estoy pendiente del teléfono a la espera de que cualquiera de mis muchos amigos gays tengan a bien invitarme a su boda, no sólo porque me encantan las bodas, sino porque quiero formar parte de la conquista del derecho, cortar el pastel, emocionarme con el beso, y disfrutar con el ritual del amor íntimo convertido en fiesta colectiva. No sé si tiene sentido o no casarse, aunque personalmente he caído dos veces en la trampa, pero les diré algo, ahora que voy cumpliendo años y me voy convirtiendo en pija: las bodas me parecen fiestas fantásticas. Y respecto a las bodas gays, ¡qué decir!, cuando alguien ha formado parte de un sector profusamente perseguido, despreciado, chisteado, discriminado, escondido, incluso encarcelado y asesinado, cada derecho conquistado es una épica en sí misma, un nuevo y brillante capítulo de la historia. De la historia de la justicia. Puede que dentro de un tiempo los gays no se casen demasiado, y se divorcien lo que quieran, y conformen la normalidad de una institución que tiene sus más y sus menos. Pero en estos momentos de inicio, con el derecho recién conquistado, nuevito y flamante, no habrá bodas más hermosas ni más emocionantes que las bodas gays. Nuestros bellos hombres enamorados, nuestras bellísimas mujeres amantes, nuestros amigos que nos miraban desde su atalaya medio escondida y menos aceptada. Hoy es vuestro día, vuestro día para tirar los armarios al fuego y, con ellos, tirar los prejuicios, las leyes discriminatorias y la prepotencia de una sociedad que nunca os consideró iguales. Cada boda gay será un éxito de la bondad contra la maldad del prejuicio, será un éxito de lo justo contra lo injusto. Y no os preocupéis por el Dios de los sacerdotes manifestantes, los púlpitos inflamados y las familias de orden apostólico. A Dios, sin duda, le encantan las bodas y no se perdería la vuestra por nada del mundo. ¿Dónde, si no, podría sentirse más querido y mejor interpretado? ¡Vivan los novios!
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.