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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Punto muerto

Cuando recibió la llamada del periódico, Luis Magrinyà se tanteó la ropa como si fuera la memoria y se puso a buscar algo en su fugaz vida barcelonesa que mereciera ser contado. Ahora tenía 45 años. Había trabajado como fotógrafo y luego, durante más de una década, de lexicógrafo en la Real Academia Española, donde había vivido grandes momentos. La lexicografía es literatura homeopática y uno de los lugares más propicios para la invención de la tradición, como había percibido más de una vez en algunos de sus superiores, tan propensos siempre a buscar lujosas etimologías simbólicas que disfrazaran la agobiante pobreza material. De aquel tiempo guardaba recuerdos imborrables, y nunca más cierto, porque están perfectamente documentados. Por ejemplo, la etimología que la antigua edición del diccionario atribuía a transistor. Del latín transistor-oris, como es bien sabido. O, siguiendo en el mismo campo de los inventos, televisión, de tele y visión, como se especificaba con rotunda tranquilidad, con la esperanza de que los españoles la hubiesen inventado. Y su favorita, la realmente magistral zapeo, que se reconocía como una adaptación del inglés zapping, "con influencias del español zape". "Algo así", había escrito Magrinyà en su diario, "como si '¡zape, zape, que te mato!', fuera la inspiración de '¡zape, zape, Antena 3!". Magrinyà había abandonado el trabajo lexicográfico por un cargo en la bonita editorial Alba y, sobre todo, por sus novelas. En una de ellas, Los dos luises, había tratado un asunto que le obsesionaba desde antiguo: la evidencia de que lo que llamaban el mundo de la cultura era un mundo como cualquier otro, pero que basaba su importancia social, precisamente, en el camuflaje de esta evidencia. Apuntaba allí que nada incomodaba más a un escritor que el recordarle que tenía una personalidad social, no estrictamente sobrevoladora, sobrecogedora, sobre..., que poco tenía que ver con la rentable autoficción que desde los románticos había impregnado el tablero de juego de los libros y el arte en general. Él, y quizá no quepa subrayarlo, creía que la literatura era hija de la artesanía y no del soplo divino, y que el escritor trabajaba con grasa y no con incienso. Magrinyà tenía también una apenas disimulada pasión por la crítica literaria, vinculada probablemente a su trabajo en los engranajes de la lengua, hasta el punto de que recomendaba a los amigos que se dedicaran a ella, con el entusiasmo del que recomienda un espectáculo o un restaurante. Y había destacado en este campo. Tal vez, por ejemplo, fue el primero en España en desvelar el fraude sebaldiano. "Un ejemplo de impunidad", había escrito seca y exactamente en un suplemento.

Para Magrinyà, la literatura era hija de la artesanía y no del soplo divino, y el escritor trabajaba con grasa y no con incienso

La llamada del periódico y sus cavilaciones le llevaron a telefonear a un amigo barcelonés de sus 20 años. Habían compartido colchón, un dorso de mujer y el estudio de otras filologías más académicas en un piso de la calle de Llançà. Magrinyà había nacido en Palma de Mallorca y aunque había elegido Barcelona para sus estudios universitarios, acabaría por no quedarse en la ciudad. Barcelona siempre le pareció una ciudad demasiado protectora, una prolongación umbilical del ecosistema isleño. Por eso vivía en Madrid, donde tuvo que venirse a cuerpo gentil. La conversación con el amigo se produjo bajo la luz forzosamente incierta del recuerdo y tuvo flujos y reflujos, confusiones y algún asombro mutuo. Hasta que el amigo le dijo: "Entonces bajábamos la calle de Balmes de arriba abajo en punto muerto".

En cuanto lo oyó Magrinyà, cerró el puño para que no se le escapara la presa. Estaba tan seguro de sus virtudes que ya sabía que esta misma frase a base de recuerdo, puño y presa iba a aparecer en el periódico. Desplegando un orden prudente, pero eficaz, indujo a la consideración de alguna analogía de gran efecto. El coche bajando en punto muerto no era algo muy distinto de un vuelo sin motor en la noche (donde noche era el elemento realmente perturbador), cargado por igual de silencio y de libertad, y de facilidad de maniobra. Tampoco dejó de tomar, conociendo el paño, algunas precauciones de orden fáctico, y así envió un último correo a su amigo barcelonés para que le aclarara cómo bajando en punto muerto y en un viejo Mini Morris lograba frenar en los semáforos, dado que el vuelo sin motor, cuando se prolonga, avería la capacidad de frenada. Pero su amigo le tranquilizó con los detalles, asegurándole que en la proximidad del semáforo incrustraba la tercera, luego la segunda y sólo después golpeaba definitivamente el pedal del freno e inmovilizaba a la perfección la balilla roja. Así podían quedar las cosas, si en el periódico no insistían. Una metáfora suspendida de la juventud. "Vol de nit..., ¿no le parece?", siempre podía subrayar en vernáculo. La última posibilidad es que en el periódico consideraran la historia aérea y esponjosa, ciertamente, pero faltada de un refuerzo, de un golpe seco de angostura. Lo que tiene la verdad. Estaba preparado. Al fin y al cabo, de los cuatro veinteañeros del Mini Morris sólo sobrevivían dos. Y en cuanto a él mismo, Luis Magrinyà, y cómo y en qué circunstancias había conseguido llegar hasta aquí, hummm... Tenía una respuesta ambigua, pero suficiente. Él era un cobarde que, sin embargo, hacía las cosas. La cobardía le protegía. Pero sobre todo le daba la posibilidad del placer. El freno motor. Hermoso oxímoron. Listo para titular.

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