Suzanne Flon, actriz de cine y teatro
La actriz francesa Suzanne Flon, una de las más queridas del cine del país vecino y toda una leyenda de su teatro, murió el 15 de junio en una clínica de París a los 87 años, dejando tras de sí una carrera de más de cinco décadas en la que participó en casi sesenta películas.
Flon, reconocida por la Academia de Cine francesa con un Premio César como mejor actriz de reparto en 1984 por su trabajo en Verano asesino, a las órdenes del gran Jean Becker, y con un segundo en 1990 por su interpretación en La mujer salvaje, dirigida por Georges Wilson, era una actriz luminosa y elegante, una actriz mágica, de otra época, alejada del glamour y las vanidades, un portento de ductilidad y distinción que prestó su rostro no sólo a algunas de las obras capitales del cine francés, sino a películas inolvidables filmadas por directores como Orson Welles y Joseph Losey, además de participar en decenas de montajes teatrales de primer nivel.
Nacida el 28 de enero de 1918 en la localidad de Kremlin-Bicêtre, descubrió en su infancia el gusto por el arte gracias a una de sus maestras, que le inculcó la pasión por recitar versos. Aunque la influencia paterna la destinaría al terreno de la enseñanza, será durante un trabajo como intérprete cuando entable contacto con la legendaria Edith Piaf, quien la acoge como secretaria personal y propicia sus primeros contactos con el mundo del teatro, del que ya nunca se separaría.
En sus tablas participa en multitud de comedias y espectáculos de music hall, en los que ejerce de bailarina y cantante, hasta llamar la atención del prestigioso Raymond Rouleau, en 1943, quien hace que debute con la obra Le survivant, de Jean-François Nöel, en el Teatro de la Comedia de los Champs-Elysées.
A lo largo de su carrera, Flon hizo vivir a personajes de Shakespeare y Chéjov, de Pirandello y Musset. Precisamente, tenía previsto su regreso a las tablas teatrales para septiembre de este mismo año, en el Atélier de París, donde debía interpretar la obra de Margueritte Duras Savannah bay.
Sus aportaciones cinematográficas encadenan trabajos a las órdenes de los más importantes directores franceses de su tiempo, como Chabrol, Blier y Becker, e incluso se pone en manos de autores norteamericanos de la talla de John Huston y Orson Welles.
Con Huston trabaja en 1952 en la apasionada y colorista Moulin Rouge, en la que incendia la pantalla en una combinación de clase y potencia interpretativa.
Con Welles trabaja en dos ocasiones: en 1955 interpreta con su habitual elegancia un personaje breve, pero fundamental, en Mister Arkadin y en 1962 presta su talento a la memorable adaptación que el cineasta realiza de El proceso, de Kafka.
Los años sesenta se convierten en una década prolífica para la actriz y acumula películas en las que colabora con los nombres más representativos del cine francés: Claude Autant-Lara le regala el inolvidable personaje de la madre de un objetor de conciencia en No matarás, con el que obtiene en 1961 la Copa Volpi a la mejor actriz en el Festival de Venecia.
Es el tiempo de películas como Un singe en hiver, de Henri Verneuil, en la que comparte pantalla con dos iconos como Jean Paul Belmondo y Jean Gabin (con Gabin se encontraría en otras dos ocasiones, en El imperio de los canallas y Sous le signe du taureau), o de Château en Suède, junto a Monica Vitti, Curd Jürgens y una emergente Françoise Hardy; incluso John Frankenheimer la reclama para un pequeño personaje en la inolvidable El tren.
En los años setenta continúa con una actividad casi frenética para alternar cine y teatro; trabaja junto con Alain Delon en La última esperanza y, también al lado de Delon, entrega un fogonazo de categoría actoral a las órdenes de Joseph Losey en la recordada El otro señor Klein.
Pero la carrera de una Suzanne Flon ya veterana aún sería reconocida con la concesión de dos premios Molière de teatro, en 1987 y 1995. En sus últimos años de vida regalaría a los espectadores arrolladoras intervenciones en dos películas de Jean Becker, La fortuna de vivir y Un crimen en el paraíso y, en especial, en dos de las obras mayores del maestro Chabrol, La flor del mal, en 2003, y La dama de honor, en 2004, que quedaría como la última aparición en la pantalla de una dama irrepetible, de una actriz que hizo de cada una de sus apariciones una muestra de talento y elegancia en la que vibraba una ductilidad basada en la economía de gestos, una actriz con la que siempre seguirán soñando los buenos aficionados.-
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