Bernie y Max, pareja de conveniencia
La 'guerra' entre Ecclestone y Mosley, los personajes que han gestionado la época boyante de la F-1, desencadena la crisis
El patético embrollo de Indianápolis, el desprestigio en el que ha caído el Campeonato del Mundo de Fórmula 1, podía haberse evitado. Un simple acuerdo de último minuto. Siempre ha sido así en este negocio y más aún desde que lo controla el supremo Bernie Ecclestone. Lo de menos es quién tenía razón; lo importante es que en otros tiempos Bernie hubiera sabido encontrar una salida. Lo intentó hasta el último momento, pero fracasó. El presidente de la Federación Internacional de Automovilismo (FIA), Max Mosley, su socio de toda la vida, desbarató todas las posibilidades de convencer a los siete equipos que calzan neumáticos Michelin de que corrieran el gran premio. En un momento, todas las escuderías de la F-1 menos Ferrari estaban de acuerdo. Pero Mosley no cedió.
Lo de menos es quién tenía razón. Hace tiempo, habrían llegado a un acuerdo en Indianápolis
Mosley no dio opción a los constructores y de paso apuñaló a Bernie. Era el fin de una época
Bernie Ecclestone y Max Mosley controlan el circo de la fórmula 1 desde hace más de tres décadas. Ambos son los responsables de la transformación de lo que era, básicamente, un negocio de garajistas ingleses en un emporio multimillonario que involucra a la gran industria automovilística. En el camino han amasado, cada cual por su lado, enormes fortunas. Ahora no se sabe ya muy bien qué es lo que les mueve en esta batalla por el control de un negocio que se escapa de sus manos para caer en las de los bancos y los grandes fabricantes de automóviles, como no sea algún oculto deseo no satisfecho.
Ecclestone y Mosley no se parecen en nada. Bajito y feo, el primero; bien formado y guapo, el segundo. Bernie procede de la clase baja, es hijo de un pescador de Ipswich, en Suffolk, y dejó la escuela con solo 16 años. Max es miembro de la clase alta inglesa; su padre, Sir Oswald Mosley, fue un importante político conservador. Se graduó en Física en Oxford y después emprendió los estudios de leyes en Londres, donde empezó a ejercer como abogado en 1964.
Sin estudios, en plena posguerra, Bernie consiguió un empleo en la compañía local de gas y para pagarse su pasión por las motos, durante las horas de la comida y en los fines de semana empezó un negocio de piezas de recambio que en pocos años se transformó en uno de los mayores concesionarios motociclistas de Gran Bretaña.
A Max lo que le gustaba eran los coches deportivos. Era un apasionado de las carreras, un diletante, en cierto modo, aunque llegó a correr en Formula 2 y fundó el London Racing Team con Chris Lambert, un piloto prometedor que se mató en un choque con Clay Regazzoni en Zandwoort. Aquello le llevó a dejar la carrera de piloto pero no la competición. Se asoció a un primerizo Frank Williams y pasó a convertirse en director de escudería con Piers Courage como piloto.
Bernie también intentó hacer carrera como piloto, pero un accidente en Brands Hatch, le obligó a dejarlo una primera vez. Optó por concentrarse en los negocios y estableció una empresa de compra y venta de automóviles que financiaba las adquisiciones de sus clientes. Volvió a los circuitos y llegó a correr en Mónaco, en 1958, a bordo de un Vanwall. A mediados de los sesenta, Bernie conoció al austriaco Jochen Rindt, entonces una joven promesa que corría para Cooper y se convirtió en su agente. Rindt llegó a coronarse campeón mundial a bordo de un Lotus, aunque fue a título póstumo en 1970, cuando murió en un accidente en Monza. Bernie, ante la tragedia, dejó el negocio.
A comienzos de la década de 1970 la F-1 era un tinglado relativamente asequible, aunque empezaba a profesionalizarse. Algunos ricachones en busca de emociones caras y del glamour que proporcionaba la velocidad y la fama, incluso conseguían sentarse frente al volante de un bólido. La mayoría de los equipos utilizaban los motores Ford-Cosworth V-8 y el secreto del éxito consistía en diseñar un buen chasis y disponer del mejor piloto. Algo que casi siempre hacía el mítico Colin Chapman, el patrón de Lotus, que descubrió lo mucho que podía sacar prestado de la aeronáutica de los nuevos materiales, y que fue el primero en pintar sus coches con los colores de su patrocinador, desencadenando el primer gran aumento de los presupuestos. Mosley entendió muy pronto el secreto de Chapman y en 1970 fundó March Engineering con los ingenieros Robin Herd, Alan Rees y Graham Coaker, en buena parte para proporcionarle un bólido al campeón del mundo Jackie Stewart y a su inseparable director de escudería Ken Tyrrell, que habían roto su acuerdo con la francesa Matra y necesitaban un coche competitivo.
Poco después es Ecclestone quien decide entrar de lleno en la F-1 y en 1972 compra el equipo Brabham, un clásico con varios campeonatos del mundo en sus vitrinas. Pero un empresario como él comprendió enseguida que aquel negocio estaba muy desaprovechado y escasamente organizado. Así que en 1974 fundó la asociación de constructores de F-1 (FOCA) con Chapman, Frank Williams, Ken Tyrrell, Teddy Mayer y Max Mosley.
La batalla contra la Federación Internacional del Automóvil (FIA) que gestionaba el tinglado, sin prácticamente dar nada a cambio a sus protagonistas, no tardó en estallar. Ecclestone encabezó la revuelta y fue entonces cuando Mosley, en su condición de abogado, jugó un papel destacado, no sólo en la creación de la FOCA sino cuando se concertaron los derechos de televisión en 1976. Dos años después, cuando el dinero empezaba a fluir hacia las escuderías, Bernie y Max ya controlaban la FOCA y se preparaban para asaltar la FIA, dirigida por el francés Jean-Marie Balestre.
Fue una guerra muy larga. En 1981, la FOCA obtuvo el derecho a negociar los contratos de televisión, la gran fuente de dinero que hizo posible la F1 actual. Ecclestone, además, triunfaba en las pistas. Brabham conseguía el campeonato del mundo de 1981, con Nelson Piquet como piloto y volvía a hacerlo en 1983. Pero a finales de la década, Bernie era ya vicepresidente de la FIA y decidió venderse la escudería que, sin él, desapareció poco después. La batalla final consistió en sacar a Ballestre de la presidencia. En 1991 Mosley le robó el puesto. Desde entonces, Bernie y Max dirigían el circo sin oposición y con el agradecimiento de las escuderías por el dinero que recibían, aunque sólo fuera un pellizco de lo que ellos, especialmente Ecclestone, se quedaban.
Pero nada es eterno. El tinglado empezó a mostrar fisuras. Los bancos empezaron a reclamar la voz y el voto que les concedía el haberse hecho con el 75% de la Formula One Promotions and Administration (FOPA), el organismo creado para gestionar los derechos de televisión. Ecclestone se había ido vendiendo parte de sus acciones, que acabaron en manos del magnate de los medios de comunicación alemán Leo Kirch. La quiebra de éste los puso en la cartera de un grupo de cuatro grandes bancos.
Por otro lado lado, los grandes fabricantes automovilísticos entraban de lleno en la F-1, un escaparate mediático. Daimler-Benz, BMW, Toyota, Honda, Ford... gastaban fortunas en fabricar los bólidos más potentes y en aplicar las soluciones tecnológicas más costosas. Para gestionar la relación entre las escuderías y la organización, Mosley se inventó los llamados Acuerdos de la Concordia que garantizaban la estabilidad del sistema durante períodos determinados.
En las últimas temporadas, sin embargo, especialmente durante el apabullante dominio del tándem Michael Schumacher-Ferrari, Mosley se había dedicado a cambiar la reglamentación cada temporada en un intento de animar las carreras repartiendo cartas nuevas. Por otro lado, la presión cada vez mayor de unos presupuestos multimillonarios había ido acabando con las pequeñas escuderías, incapaces de disponer de un motor competitivo, mientras que los grandes constructores se decidían a tomar el control del negocio, para lo que han anunciado la creación de una competición paralela en 2008, cuando finalice la vigencia del último Acuerdo de la Concordia.
Sólo Ferrari, en su papel de prima donna, se ha comprometido a seguir en la F-1 de Max y Bernie en 2008. Mosley ya proclama que las nuevas reglas prohibirán los avances tecnológicos en los bólidos, que se volverá a los tres pedales -freno, embrague y acelerador- para abaratar los costes y que forzará la entrada de nuevas escuderías privadas a las que los grandes constructores estarán obligados a venderles sus coches. Se comprende que a Honda, Daimler Benz, Toyota y todos los demás no les haga ni media gracia.
Lo ocurrido en Indianápolis: dos ferraris contra cuatro coches de segunda división es en realidad una profecía, lo que se adivina en el futuro tinglado de Mosley. "La fórmula 1 está muerta", dicen que exclamó Ecclestone cuando vio que sólo seis bólidos iniciaban la carrera. Max rompió entonces cualquier posibilidad de reconducir a los grandes constructores a su fórmula 1 y de paso apuñaló a Bernie. El fin de una época.
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